No me ocultes tu rostro cuando estoy angustiado; acerca hacia mi tu oído, respóndeme pronto si te llamo. Pues mi vida se desvanece como el humo, mis huesos arden como una hoguera; mi corazón se seca como hierba segada, hasta de comer mi paz me olvido. De tanto gritar sollozando tengo los huesos pegados a la piel. (Salmo 102:2-5)


Algo que he aprendido estos días es que el lamento no está reñido con la esperanza. No son dos cosas antagónicas, enfrentadas entre sí. El que lamenta no carece de fe ni confianza en Dios, no ha perdido la esperanza. El que lamenta simplemente expresa lo que hay en su corazón, se dirige al Señor con una honestidad que el Padre, no solamente no rechaza, sino que honra. Fue Jesús quien afirmó que aquellos que se lamentan son felices porque ellos recibirán el consuelo que viene de Dios. 

Los salmos están llenos de oraciones de lamento como la que acabo de reproducir. Oraciones duras, honestas, descarnadas, llenas de dolor y de desesperación. Sin embargo, a pesar de que comienzan con esta brutalidad, acaban con una afirmación de la bondad y la ayuda del Señor. ¿Contradicción? para nada, más bien diría, lección para la vida. Porque el lamento es bueno para el corazón y para el alma. El lamento es higiénico, sanador, restaurador. No podemos experimentar sanidad hasta que hemos lamentado todo lo necesario. Nuestro corazón no puede llenarse de esperanza hasta que se ha vaciado de dolor.

Nadie, repito, nadie tiene derecho a juzgar al que lamenta. Cuidado con tacharlo de persona de poca fe, poca confianza en Dios. Cuidado con las palabras fáciles que solo sirven para agravar el dolor. Hasta el necio, dice la Escritura, pasa por sabio cuando calla. Si lo necesitamos, hagamos lamento. Si otros lamentan, honremos su dolor y acompañemos con un respetuoso silencio.



 



No me ocultes tu rostro cuando estoy angustiado; acerca hacia mi tu oído, respóndeme pronto si te llamo. Pues mi vida se desvanece como el humo, mis huesos arden como una hoguera; mi corazón se seca como hierba segada, hasta de comer mi paz me olvido. De tanto gritar sollozando tengo los huesos pegados a la piel. (Salmo 102:2-5)


Algo que he aprendido estos días es que el lamento no está reñido con la esperanza. No son dos cosas antagónicas, enfrentadas entre sí. El que lamenta no carece de fe ni confianza en Dios, no ha perdido la esperanza. El que lamenta simplemente expresa lo que hay en su corazón, se dirige al Señor con una honestidad que el Padre, no solamente no rechaza, sino que honra. Fue Jesús quien afirmó que aquellos que se lamentan son felices porque ellos recibirán el consuelo que viene de Dios. 

Los salmos están llenos de oraciones de lamento como la que acabo de reproducir. Oraciones duras, honestas, descarnadas, llenas de dolor y de desesperación. Sin embargo, a pesar de que comienzan con esta brutalidad, acaban con una afirmación de la bondad y la ayuda del Señor. ¿Contradicción? para nada, más bien diría, lección para la vida. Porque el lamento es bueno para el corazón y para el alma. El lamento es higiénico, sanador, restaurador. No podemos experimentar sanidad hasta que hemos lamentado todo lo necesario. Nuestro corazón no puede llenarse de esperanza hasta que se ha vaciado de dolor.

Nadie, repito, nadie tiene derecho a juzgar al que lamenta. Cuidado con tacharlo de persona de poca fe, poca confianza en Dios. Cuidado con las palabras fáciles que solo sirven para agravar el dolor. Hasta el necio, dice la Escritura, pasa por sabio cuando calla. Si lo necesitamos, hagamos lamento. Si otros lamentan, honremos su dolor y acompañemos con un respetuoso silencio.



 



No me ocultes tu rostro cuando estoy angustiado; acerca hacia mi tu oído, respóndeme pronto si te llamo. Pues mi vida se desvanece como el humo, mis huesos arden como una hoguera; mi corazón se seca como hierba segada, hasta de comer mi paz me olvido. De tanto gritar sollozando tengo los huesos pegados a la piel. (Salmo 102:2-5)


Algo que he aprendido estos días es que el lamento no está reñido con la esperanza. No son dos cosas antagónicas, enfrentadas entre sí. El que lamenta no carece de fe ni confianza en Dios, no ha perdido la esperanza. El que lamenta simplemente expresa lo que hay en su corazón, se dirige al Señor con una honestidad que el Padre, no solamente no rechaza, sino que honra. Fue Jesús quien afirmó que aquellos que se lamentan son felices porque ellos recibirán el consuelo que viene de Dios. 

Los salmos están llenos de oraciones de lamento como la que acabo de reproducir. Oraciones duras, honestas, descarnadas, llenas de dolor y de desesperación. Sin embargo, a pesar de que comienzan con esta brutalidad, acaban con una afirmación de la bondad y la ayuda del Señor. ¿Contradicción? para nada, más bien diría, lección para la vida. Porque el lamento es bueno para el corazón y para el alma. El lamento es higiénico, sanador, restaurador. No podemos experimentar sanidad hasta que hemos lamentado todo lo necesario. Nuestro corazón no puede llenarse de esperanza hasta que se ha vaciado de dolor.

Nadie, repito, nadie tiene derecho a juzgar al que lamenta. Cuidado con tacharlo de persona de poca fe, poca confianza en Dios. Cuidado con las palabras fáciles que solo sirven para agravar el dolor. Hasta el necio, dice la Escritura, pasa por sabio cuando calla. Si lo necesitamos, hagamos lamento. Si otros lamentan, honremos su dolor y acompañemos con un respetuoso silencio.



 



No me ocultes tu rostro cuando estoy angustiado; acerca hacia mi tu oído, respóndeme pronto si te llamo. Pues mi vida se desvanece como el humo, mis huesos arden como una hoguera; mi corazón se seca como hierba segada, hasta de comer mi paz me olvido. De tanto gritar sollozando tengo los huesos pegados a la piel. (Salmo 102:2-5)


Algo que he aprendido estos días es que el lamento no está reñido con la esperanza. No son dos cosas antagónicas, enfrentadas entre sí. El que lamenta no carece de fe ni confianza en Dios, no ha perdido la esperanza. El que lamenta simplemente expresa lo que hay en su corazón, se dirige al Señor con una honestidad que el Padre, no solamente no rechaza, sino que honra. Fue Jesús quien afirmó que aquellos que se lamentan son felices porque ellos recibirán el consuelo que viene de Dios. 

Los salmos están llenos de oraciones de lamento como la que acabo de reproducir. Oraciones duras, honestas, descarnadas, llenas de dolor y de desesperación. Sin embargo, a pesar de que comienzan con esta brutalidad, acaban con una afirmación de la bondad y la ayuda del Señor. ¿Contradicción? para nada, más bien diría, lección para la vida. Porque el lamento es bueno para el corazón y para el alma. El lamento es higiénico, sanador, restaurador. No podemos experimentar sanidad hasta que hemos lamentado todo lo necesario. Nuestro corazón no puede llenarse de esperanza hasta que se ha vaciado de dolor.

Nadie, repito, nadie tiene derecho a juzgar al que lamenta. Cuidado con tacharlo de persona de poca fe, poca confianza en Dios. Cuidado con las palabras fáciles que solo sirven para agravar el dolor. Hasta el necio, dice la Escritura, pasa por sabio cuando calla. Si lo necesitamos, hagamos lamento. Si otros lamentan, honremos su dolor y acompañemos con un respetuoso silencio.