Que cada uno examine su propia conducta y sea la suya, sin compararla con la del prójimo, la que le proporcione motivos de satisfacción (Gálatas 6:4)

La comparación es el principio número uno del fariseísmo. De ella procede su fuerza. Todos hemos de lidiar con la realidad de que no somos el ser humano que Dios espera que seamos. Es más, ni siquiera somos el que nosotros quisiéramos ser. Consecuentemente eso genera en nosotros una tensión, una disonancia cognitiva que debe ser resuelta de alguna manera para poder seguir adelante con nuestra vida cotidiana.

La comparación con otros nos permite hacerlo. Miramos a otros -evidentemente a aquellos cuya comparación resultará favorable para nosotros- y así nos sentimos mejor. Observamos sus vidas y eso nos hace sentir más a gusto con las nuestras, descarga la tensión de no ser quién deberíamos ser. Al menos, somos mejores que el otro. Señor, te doy gracias porque no soy como ese publicano, afirmaba el fariseo de la parábola.

Pablo corta esta farsa de raíz. Nos invita al realismo y la honestidad de mirar de cara nuestra propia vida y ver si en ella encontramos motivos para sentirnos satisfechos. Y, si no es así, entonces debemos trabajar con el Señor la situación y no recurrir a la treta del fariseo.

¿Qué te hace pensar este principio?


 


Que cada uno examine su propia conducta y sea la suya, sin compararla con la del prójimo, la que le proporcione motivos de satisfacción (Gálatas 6:4)

La comparación es el principio número uno del fariseísmo. De ella procede su fuerza. Todos hemos de lidiar con la realidad de que no somos el ser humano que Dios espera que seamos. Es más, ni siquiera somos el que nosotros quisiéramos ser. Consecuentemente eso genera en nosotros una tensión, una disonancia cognitiva que debe ser resuelta de alguna manera para poder seguir adelante con nuestra vida cotidiana.

La comparación con otros nos permite hacerlo. Miramos a otros -evidentemente a aquellos cuya comparación resultará favorable para nosotros- y así nos sentimos mejor. Observamos sus vidas y eso nos hace sentir más a gusto con las nuestras, descarga la tensión de no ser quién deberíamos ser. Al menos, somos mejores que el otro. Señor, te doy gracias porque no soy como ese publicano, afirmaba el fariseo de la parábola.

Pablo corta esta farsa de raíz. Nos invita al realismo y la honestidad de mirar de cara nuestra propia vida y ver si en ella encontramos motivos para sentirnos satisfechos. Y, si no es así, entonces debemos trabajar con el Señor la situación y no recurrir a la treta del fariseo.

¿Qué te hace pensar este principio?


 


Que cada uno examine su propia conducta y sea la suya, sin compararla con la del prójimo, la que le proporcione motivos de satisfacción (Gálatas 6:4)

La comparación es el principio número uno del fariseísmo. De ella procede su fuerza. Todos hemos de lidiar con la realidad de que no somos el ser humano que Dios espera que seamos. Es más, ni siquiera somos el que nosotros quisiéramos ser. Consecuentemente eso genera en nosotros una tensión, una disonancia cognitiva que debe ser resuelta de alguna manera para poder seguir adelante con nuestra vida cotidiana.

La comparación con otros nos permite hacerlo. Miramos a otros -evidentemente a aquellos cuya comparación resultará favorable para nosotros- y así nos sentimos mejor. Observamos sus vidas y eso nos hace sentir más a gusto con las nuestras, descarga la tensión de no ser quién deberíamos ser. Al menos, somos mejores que el otro. Señor, te doy gracias porque no soy como ese publicano, afirmaba el fariseo de la parábola.

Pablo corta esta farsa de raíz. Nos invita al realismo y la honestidad de mirar de cara nuestra propia vida y ver si en ella encontramos motivos para sentirnos satisfechos. Y, si no es así, entonces debemos trabajar con el Señor la situación y no recurrir a la treta del fariseo.

¿Qué te hace pensar este principio?