Ni los ojos se sacian de ver, ni el oído se harta de oír. (Eclesiastés 1:8)


Desde la antigua Grecia se ha asociado la felicidad con el placer. Consciente del riesgo de simplificar, quiero hablar acerca de los hedonistas, quienes representaban este acercamiento a la búsqueda de la felicidad. Para ellos existían dos factores que nos determinan nuestro grado de felicidad; por un lado se encuentra el placer, por otro, el dolor. El placer nos acercaría, por tanto, a la felicidad. Por el contrario, el dolor nos alejaría de la misma. Consecuentemente ser feliz consistiría en acumular la mayor cantidad posibles de placeres y evitar al máximo posible el dolor. De hecho, en el pensamiento de Epicuro, uno de los representantes de la corrientes hedonista de pensamiento, La erradicación del dolor se convierte en la clave de la felicidad.

Parece tener sentido y, de hecho, es con toda probabilidad, aunque sea de forma inconsciente la motivación que nos mueve a muchos de nosotros en esa búsqueda de la felicidad de la que nadie se puede sustraer. La sociedad de consumo en la que vivimos usa de forma inteligente esta asociación entre placer, ausencia de dolor y felicidad, para generar en nosotros la necesidad de consumir bienes, servicios y experiencias con la promesa de que eso nos hará felices. 

El problema, y todos nosotros lo hemos experimentado de una u otra forma e intensidad, es el carácter efímero de la felicidad (si se le puede llamar así) que produce y la necesidad de nuevos bienes, servicios y experiencias para poder obtener, aunque sean migajas, uno poco más de felicidad. Entramos en un bucle sin fin, como toda adicción, en la que cada vez precisamos más, para lo cual se necesita más dinero y, si careces de él, estás condenado a la infelicidad total. Ese tipo de felicidad, como nos indica el libro de Eclesiastés, es insaciable, siempre pide más y más y más.

Piensa por un momento en tu vida ¿Hasta qué punto el modelo hedonista representa tu búsqueda de la felicidad? ¿Qué te dice Jesús al respecto?

 



Ni los ojos se sacian de ver, ni el oído se harta de oír. (Eclesiastés 1:8)


Desde la antigua Grecia se ha asociado la felicidad con el placer. Consciente del riesgo de simplificar, quiero hablar acerca de los hedonistas, quienes representaban este acercamiento a la búsqueda de la felicidad. Para ellos existían dos factores que nos determinan nuestro grado de felicidad; por un lado se encuentra el placer, por otro, el dolor. El placer nos acercaría, por tanto, a la felicidad. Por el contrario, el dolor nos alejaría de la misma. Consecuentemente ser feliz consistiría en acumular la mayor cantidad posibles de placeres y evitar al máximo posible el dolor. De hecho, en el pensamiento de Epicuro, uno de los representantes de la corrientes hedonista de pensamiento, La erradicación del dolor se convierte en la clave de la felicidad.

Parece tener sentido y, de hecho, es con toda probabilidad, aunque sea de forma inconsciente la motivación que nos mueve a muchos de nosotros en esa búsqueda de la felicidad de la que nadie se puede sustraer. La sociedad de consumo en la que vivimos usa de forma inteligente esta asociación entre placer, ausencia de dolor y felicidad, para generar en nosotros la necesidad de consumir bienes, servicios y experiencias con la promesa de que eso nos hará felices. 

El problema, y todos nosotros lo hemos experimentado de una u otra forma e intensidad, es el carácter efímero de la felicidad (si se le puede llamar así) que produce y la necesidad de nuevos bienes, servicios y experiencias para poder obtener, aunque sean migajas, uno poco más de felicidad. Entramos en un bucle sin fin, como toda adicción, en la que cada vez precisamos más, para lo cual se necesita más dinero y, si careces de él, estás condenado a la infelicidad total. Ese tipo de felicidad, como nos indica el libro de Eclesiastés, es insaciable, siempre pide más y más y más.

Piensa por un momento en tu vida ¿Hasta qué punto el modelo hedonista representa tu búsqueda de la felicidad? ¿Qué te dice Jesús al respecto?

 



Ni los ojos se sacian de ver, ni el oído se harta de oír. (Eclesiastés 1:8)


Desde la antigua Grecia se ha asociado la felicidad con el placer. Consciente del riesgo de simplificar, quiero hablar acerca de los hedonistas, quienes representaban este acercamiento a la búsqueda de la felicidad. Para ellos existían dos factores que nos determinan nuestro grado de felicidad; por un lado se encuentra el placer, por otro, el dolor. El placer nos acercaría, por tanto, a la felicidad. Por el contrario, el dolor nos alejaría de la misma. Consecuentemente ser feliz consistiría en acumular la mayor cantidad posibles de placeres y evitar al máximo posible el dolor. De hecho, en el pensamiento de Epicuro, uno de los representantes de la corrientes hedonista de pensamiento, La erradicación del dolor se convierte en la clave de la felicidad.

Parece tener sentido y, de hecho, es con toda probabilidad, aunque sea de forma inconsciente la motivación que nos mueve a muchos de nosotros en esa búsqueda de la felicidad de la que nadie se puede sustraer. La sociedad de consumo en la que vivimos usa de forma inteligente esta asociación entre placer, ausencia de dolor y felicidad, para generar en nosotros la necesidad de consumir bienes, servicios y experiencias con la promesa de que eso nos hará felices. 

El problema, y todos nosotros lo hemos experimentado de una u otra forma e intensidad, es el carácter efímero de la felicidad (si se le puede llamar así) que produce y la necesidad de nuevos bienes, servicios y experiencias para poder obtener, aunque sean migajas, uno poco más de felicidad. Entramos en un bucle sin fin, como toda adicción, en la que cada vez precisamos más, para lo cual se necesita más dinero y, si careces de él, estás condenado a la infelicidad total. Ese tipo de felicidad, como nos indica el libro de Eclesiastés, es insaciable, siempre pide más y más y más.

Piensa por un momento en tu vida ¿Hasta qué punto el modelo hedonista representa tu búsqueda de la felicidad? ¿Qué te dice Jesús al respecto?