Si, por el contrario, confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos purificará de toda iniquidad. (1 Juan 1:9)


En mis dos entradas anteriores (te recomiendo leerlas para tener contexto) hablaba de la tensión que todo seguidor de Jesús experimenta entre seguir lo que reconoce como bueno y caer en lo que detesta como malo. También, que no podemos resolver aquello que nos negamos a aceptar. Bien, aceptamos que el pecado, no solo es una realidad en nuestras vidas, sino que lo será hasta el día que muramos ¿Qué hacemos ahora con él?

Confesarlo. La palabra griega traducida por confesar es: homologeo; literalmente significa, estar de acuerdo con alguien sobre algo. Dicho de otro modo, cuando yo confieso mi pecado me pongo de acuerdo con el Señor acerca del mismo. Me pongo de acuerdo que es algo grave porque rompe mi relación con Él, o me rompe internamente, o fractura mi relación con otros o con su creación, o bien una combinación de varios o todos ellos. 

Me pongo de acuerdo que Jesús murió en la cruz para que yo no tuviera que pagar por mi pecado. El justo murió por los injustos para que nosotros pudiéramos ser declarados legalmente justos, no culpables de nuestros pecados. 

Me pongo de acuerdo con el Padre en que debo de cambiar mi actitud y comportamiento con respecto al pecado. No debemos confundir el remordimiento con la confesión. Esta última lleva implícito el arrepentimiento, un cambio mental y conductual. La primera es simplemente sentirse mal por lo hecho.

Dios no necesita nuestra confesión, a Él no le añade absolutamente nada. Soy yo quien la preciso para reconocer, aceptar y gestionar el pecado que mora en mí. No es por Él, es por mí. El pecado crece en el silencio y pierde poder cuando se verbaliza.

Finalmente, ¿Cuántas veces hemos de confesar? ¿Cuántas veces respiras al día? Tantas como necesitas. Nadie deja de respirar porque ya lo ha hecho muchas veces durante un día dado. Nadie debería dejar de confesar porque ya lo ha hecho muchas veces en un día o con respecto a un pecado.

El estar de acuerdo con el Señor con respecto a nuestro pecado se hace en un entorno de seguridad, sin embargo, eso ya es otra historia; justamente la de mañana. Si Él lo permite, claro.

 



Si, por el contrario, confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos purificará de toda iniquidad. (1 Juan 1:9)


En mis dos entradas anteriores (te recomiendo leerlas para tener contexto) hablaba de la tensión que todo seguidor de Jesús experimenta entre seguir lo que reconoce como bueno y caer en lo que detesta como malo. También, que no podemos resolver aquello que nos negamos a aceptar. Bien, aceptamos que el pecado, no solo es una realidad en nuestras vidas, sino que lo será hasta el día que muramos ¿Qué hacemos ahora con él?

Confesarlo. La palabra griega traducida por confesar es: homologeo; literalmente significa, estar de acuerdo con alguien sobre algo. Dicho de otro modo, cuando yo confieso mi pecado me pongo de acuerdo con el Señor acerca del mismo. Me pongo de acuerdo que es algo grave porque rompe mi relación con Él, o me rompe internamente, o fractura mi relación con otros o con su creación, o bien una combinación de varios o todos ellos. 

Me pongo de acuerdo que Jesús murió en la cruz para que yo no tuviera que pagar por mi pecado. El justo murió por los injustos para que nosotros pudiéramos ser declarados legalmente justos, no culpables de nuestros pecados. 

Me pongo de acuerdo con el Padre en que debo de cambiar mi actitud y comportamiento con respecto al pecado. No debemos confundir el remordimiento con la confesión. Esta última lleva implícito el arrepentimiento, un cambio mental y conductual. La primera es simplemente sentirse mal por lo hecho.

Dios no necesita nuestra confesión, a Él no le añade absolutamente nada. Soy yo quien la preciso para reconocer, aceptar y gestionar el pecado que mora en mí. No es por Él, es por mí. El pecado crece en el silencio y pierde poder cuando se verbaliza.

Finalmente, ¿Cuántas veces hemos de confesar? ¿Cuántas veces respiras al día? Tantas como necesitas. Nadie deja de respirar porque ya lo ha hecho muchas veces durante un día dado. Nadie debería dejar de confesar porque ya lo ha hecho muchas veces en un día o con respecto a un pecado.

El estar de acuerdo con el Señor con respecto a nuestro pecado se hace en un entorno de seguridad, sin embargo, eso ya es otra historia; justamente la de mañana. Si Él lo permite, claro.

 



Si, por el contrario, confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos purificará de toda iniquidad. (1 Juan 1:9)


En mis dos entradas anteriores (te recomiendo leerlas para tener contexto) hablaba de la tensión que todo seguidor de Jesús experimenta entre seguir lo que reconoce como bueno y caer en lo que detesta como malo. También, que no podemos resolver aquello que nos negamos a aceptar. Bien, aceptamos que el pecado, no solo es una realidad en nuestras vidas, sino que lo será hasta el día que muramos ¿Qué hacemos ahora con él?

Confesarlo. La palabra griega traducida por confesar es: homologeo; literalmente significa, estar de acuerdo con alguien sobre algo. Dicho de otro modo, cuando yo confieso mi pecado me pongo de acuerdo con el Señor acerca del mismo. Me pongo de acuerdo que es algo grave porque rompe mi relación con Él, o me rompe internamente, o fractura mi relación con otros o con su creación, o bien una combinación de varios o todos ellos. 

Me pongo de acuerdo que Jesús murió en la cruz para que yo no tuviera que pagar por mi pecado. El justo murió por los injustos para que nosotros pudiéramos ser declarados legalmente justos, no culpables de nuestros pecados. 

Me pongo de acuerdo con el Padre en que debo de cambiar mi actitud y comportamiento con respecto al pecado. No debemos confundir el remordimiento con la confesión. Esta última lleva implícito el arrepentimiento, un cambio mental y conductual. La primera es simplemente sentirse mal por lo hecho.

Dios no necesita nuestra confesión, a Él no le añade absolutamente nada. Soy yo quien la preciso para reconocer, aceptar y gestionar el pecado que mora en mí. No es por Él, es por mí. El pecado crece en el silencio y pierde poder cuando se verbaliza.

Finalmente, ¿Cuántas veces hemos de confesar? ¿Cuántas veces respiras al día? Tantas como necesitas. Nadie deja de respirar porque ya lo ha hecho muchas veces durante un día dado. Nadie debería dejar de confesar porque ya lo ha hecho muchas veces en un día o con respecto a un pecado.

El estar de acuerdo con el Señor con respecto a nuestro pecado se hace en un entorno de seguridad, sin embargo, eso ya es otra historia; justamente la de mañana. Si Él lo permite, claro.