Que Cristo habite, por medio de la fe, en el centro de vuestra vida. (Efesios 3:17)


Un palacio no le concede ni le añade ninguna dignidad a un rey. Al contrario, allá donde el rey está el lugar se convierte en un palacio, y el sitio, por mísero que sea, se eleva a una dignidad extraordinario porque ésta emana de la mera presencia del rey en aquel lugar. El espacio físico más importante de la historia de la humanidad no ha sido un palacio, un templo, un castillo o una hermosa residencia; lo fue un establo donde el Creador y sustentador del universo nació, rodeado de animales y suciedad. Sin embargo, aquel lugar quedó investido de una dignidad del más alto rango y nivel por la presencia de Dios en el mismo. Una dignidad que nada podía superar.

Como la Biblia nos enseña, Dios ha decidido habitar en nuestras vidas, convertirlas en su palacio. Hemos de entenderlo bien. No es la dignidad que poseemos lo que ha movido al Señor a habitar en nosotros. Antes al contrario, a pesar de no tener las condiciones, los requisitos, la categoría, Él ha tomado la decisión de convertirnos en su palacio y, entonces, su presencia en nuestras vidas nos otorga una increíble dignidad y valor porque, no lo olvidemos, es la presencia del rey la que otorga dignidad al lugar y no al revés. Que nadie te engañe, tu dignidad no proviene de lo que la sociedad diga acerca de ti. Tampoco de lo que los líderes de tu iglesia afirmen o sus criterios para valorar quién es digno o no. No es la aprobación de tus seres queridos lo que te hace digno. Ninguno de los criterios que el mundo usa sirven para otorgarnos dignidad. Esta proviene única y exclusivamente de la presencia del rey en nuestras vidas.

Teresa de Jesús, la gran mística española, lo describe de forma magistral en su obra "El castillo interior". Reproduzco un pequeño párrafo de la misma: "Cree la increíble verdad que el Amado ha escogido como su morada lo más íntimo de tu ser porque este es el lugar más hermoso de toda la creación".


Recuerda la dignidad te la concede Dios, no lo que haces por Él.


Que Cristo habite, por medio de la fe, en el centro de vuestra vida. (Efesios 3:17)


Un palacio no le concede ni le añade ninguna dignidad a un rey. Al contrario, allá donde el rey está el lugar se convierte en un palacio, y el sitio, por mísero que sea, se eleva a una dignidad extraordinario porque ésta emana de la mera presencia del rey en aquel lugar. El espacio físico más importante de la historia de la humanidad no ha sido un palacio, un templo, un castillo o una hermosa residencia; lo fue un establo donde el Creador y sustentador del universo nació, rodeado de animales y suciedad. Sin embargo, aquel lugar quedó investido de una dignidad del más alto rango y nivel por la presencia de Dios en el mismo. Una dignidad que nada podía superar.

Como la Biblia nos enseña, Dios ha decidido habitar en nuestras vidas, convertirlas en su palacio. Hemos de entenderlo bien. No es la dignidad que poseemos lo que ha movido al Señor a habitar en nosotros. Antes al contrario, a pesar de no tener las condiciones, los requisitos, la categoría, Él ha tomado la decisión de convertirnos en su palacio y, entonces, su presencia en nuestras vidas nos otorga una increíble dignidad y valor porque, no lo olvidemos, es la presencia del rey la que otorga dignidad al lugar y no al revés. Que nadie te engañe, tu dignidad no proviene de lo que la sociedad diga acerca de ti. Tampoco de lo que los líderes de tu iglesia afirmen o sus criterios para valorar quién es digno o no. No es la aprobación de tus seres queridos lo que te hace digno. Ninguno de los criterios que el mundo usa sirven para otorgarnos dignidad. Esta proviene única y exclusivamente de la presencia del rey en nuestras vidas.

Teresa de Jesús, la gran mística española, lo describe de forma magistral en su obra "El castillo interior". Reproduzco un pequeño párrafo de la misma: "Cree la increíble verdad que el Amado ha escogido como su morada lo más íntimo de tu ser porque este es el lugar más hermoso de toda la creación".


Recuerda la dignidad te la concede Dios, no lo que haces por Él.


Que Cristo habite, por medio de la fe, en el centro de vuestra vida. (Efesios 3:17)


Un palacio no le concede ni le añade ninguna dignidad a un rey. Al contrario, allá donde el rey está el lugar se convierte en un palacio, y el sitio, por mísero que sea, se eleva a una dignidad extraordinario porque ésta emana de la mera presencia del rey en aquel lugar. El espacio físico más importante de la historia de la humanidad no ha sido un palacio, un templo, un castillo o una hermosa residencia; lo fue un establo donde el Creador y sustentador del universo nació, rodeado de animales y suciedad. Sin embargo, aquel lugar quedó investido de una dignidad del más alto rango y nivel por la presencia de Dios en el mismo. Una dignidad que nada podía superar.

Como la Biblia nos enseña, Dios ha decidido habitar en nuestras vidas, convertirlas en su palacio. Hemos de entenderlo bien. No es la dignidad que poseemos lo que ha movido al Señor a habitar en nosotros. Antes al contrario, a pesar de no tener las condiciones, los requisitos, la categoría, Él ha tomado la decisión de convertirnos en su palacio y, entonces, su presencia en nuestras vidas nos otorga una increíble dignidad y valor porque, no lo olvidemos, es la presencia del rey la que otorga dignidad al lugar y no al revés. Que nadie te engañe, tu dignidad no proviene de lo que la sociedad diga acerca de ti. Tampoco de lo que los líderes de tu iglesia afirmen o sus criterios para valorar quién es digno o no. No es la aprobación de tus seres queridos lo que te hace digno. Ninguno de los criterios que el mundo usa sirven para otorgarnos dignidad. Esta proviene única y exclusivamente de la presencia del rey en nuestras vidas.

Teresa de Jesús, la gran mística española, lo describe de forma magistral en su obra "El castillo interior". Reproduzco un pequeño párrafo de la misma: "Cree la increíble verdad que el Amado ha escogido como su morada lo más íntimo de tu ser porque este es el lugar más hermoso de toda la creación".


Recuerda la dignidad te la concede Dios, no lo que haces por Él.