Y le presentaban niños para que los tocase; y los discípulos reprendían a los que los presentaban.  Viéndolo Jesús, se indignó, y les dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios.  De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los bendecía. (Marcos 19:13-15)

Los niños en el tiempo de Jesús no eran apreciados, mimados y protegidos como lo son en la mayoría de nuestras culturas. Carecían de valor e importancia, no se les consideraba inocentes criaturas como lo hacemos nosotros y se esperaba de ellos que pasaran lo más desapercibidos posible y no molestaran en absoluto a los adultos. Como en tantas otras ocasiones los discípulos actúan según las pautas culturales de su tiempo y lugar. Consideraron que los niños eran una molestia y que los padres que los acercaban a Jesús eran desconsiderados y groseros. La respuesta del Maestro ante este hecho fue muy fuerte ¡Indignación! que es definida por el diccionario como: Enojoira o enfado vehemente contra una persona o contra sus actos
La lectura de este breve pasaje me ha llevado a la reflexión sobre dos puntos. Primero, pensar acerca de cuál es mi actitud hacia aquellos que la sociedad considera carentes de valor por las razones que sean. Todos aquellos que por cuestiones económicas, culturales, políticas, sociales, de género, de orientación sexual, de religión y un etcétera tan largo como cada uno desee, son despreciadas por una parte de la sociedad y yo, consciente o no, participo de esos prejuicios y, consecuentemente, no favorezco su acceso al Maestro. 
Segundo, me ha asaltado la duda si soy un impedimento para que otras personas puedan acercarse a Jesús. Si mi forma de vivir, mis acciones y omisiones, mis valores y prioridades están convirtiéndose en una barrera que hace que otros ni siquiera se planteen el tener una relación con el Salvador. 

Desprecio y barrera ¿Hasta que punto están presente en mi vida?



Y le presentaban niños para que los tocase; y los discípulos reprendían a los que los presentaban.  Viéndolo Jesús, se indignó, y les dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios.  De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los bendecía. (Marcos 19:13-15)

Los niños en el tiempo de Jesús no eran apreciados, mimados y protegidos como lo son en la mayoría de nuestras culturas. Carecían de valor e importancia, no se les consideraba inocentes criaturas como lo hacemos nosotros y se esperaba de ellos que pasaran lo más desapercibidos posible y no molestaran en absoluto a los adultos. Como en tantas otras ocasiones los discípulos actúan según las pautas culturales de su tiempo y lugar. Consideraron que los niños eran una molestia y que los padres que los acercaban a Jesús eran desconsiderados y groseros. La respuesta del Maestro ante este hecho fue muy fuerte ¡Indignación! que es definida por el diccionario como: Enojoira o enfado vehemente contra una persona o contra sus actos
La lectura de este breve pasaje me ha llevado a la reflexión sobre dos puntos. Primero, pensar acerca de cuál es mi actitud hacia aquellos que la sociedad considera carentes de valor por las razones que sean. Todos aquellos que por cuestiones económicas, culturales, políticas, sociales, de género, de orientación sexual, de religión y un etcétera tan largo como cada uno desee, son despreciadas por una parte de la sociedad y yo, consciente o no, participo de esos prejuicios y, consecuentemente, no favorezco su acceso al Maestro. 
Segundo, me ha asaltado la duda si soy un impedimento para que otras personas puedan acercarse a Jesús. Si mi forma de vivir, mis acciones y omisiones, mis valores y prioridades están convirtiéndose en una barrera que hace que otros ni siquiera se planteen el tener una relación con el Salvador. 

Desprecio y barrera ¿Hasta que punto están presente en mi vida?



Y le presentaban niños para que los tocase; y los discípulos reprendían a los que los presentaban.  Viéndolo Jesús, se indignó, y les dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios.  De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los bendecía. (Marcos 19:13-15)

Los niños en el tiempo de Jesús no eran apreciados, mimados y protegidos como lo son en la mayoría de nuestras culturas. Carecían de valor e importancia, no se les consideraba inocentes criaturas como lo hacemos nosotros y se esperaba de ellos que pasaran lo más desapercibidos posible y no molestaran en absoluto a los adultos. Como en tantas otras ocasiones los discípulos actúan según las pautas culturales de su tiempo y lugar. Consideraron que los niños eran una molestia y que los padres que los acercaban a Jesús eran desconsiderados y groseros. La respuesta del Maestro ante este hecho fue muy fuerte ¡Indignación! que es definida por el diccionario como: Enojoira o enfado vehemente contra una persona o contra sus actos
La lectura de este breve pasaje me ha llevado a la reflexión sobre dos puntos. Primero, pensar acerca de cuál es mi actitud hacia aquellos que la sociedad considera carentes de valor por las razones que sean. Todos aquellos que por cuestiones económicas, culturales, políticas, sociales, de género, de orientación sexual, de religión y un etcétera tan largo como cada uno desee, son despreciadas por una parte de la sociedad y yo, consciente o no, participo de esos prejuicios y, consecuentemente, no favorezco su acceso al Maestro. 
Segundo, me ha asaltado la duda si soy un impedimento para que otras personas puedan acercarse a Jesús. Si mi forma de vivir, mis acciones y omisiones, mis valores y prioridades están convirtiéndose en una barrera que hace que otros ni siquiera se planteen el tener una relación con el Salvador. 

Desprecio y barrera ¿Hasta que punto están presente en mi vida?