Yo he venido para que tengáis zoe y la tengáis en abundancia (Juan 10:10)

Juntamente con el tema de la identidad -quién soy, cómo me percibe Dios-, no podemos ni debemos obviar el tema del sentido, misión o propósito -para qué estoy aquí, qué sentido tiene la vida, para qué vivo-. Los antiguos griegos consideraban resolver esta pregunta una prioridad para cualquier ser humano. Ellos, cuando hablaban de la vida, tenían dos términos diferentes. Bios, se refería a la vida meramente biológica, la que compartimos con el resto de los seres vivos. Zoe, se refería a la vida con sentido, con propósito, la vida trascedente. Un griego sabía que podía estar vivo biológicamente hablando y, a la vez, muerto trascendentemente hablando.

No podemos vivir sin zoe. Malvivimos, deambulamos por la vida en busca de sentido y propósito. Bebiendo de todas las fuentes que la sociedad nos ofrece, comprobando que únicamente nos pueden satisfacer temporalmente y que después, la sensación de vacío es,  en muchas ocasiones, mayor que la que experimentábamos al principio. Le mendigamos a la vida un poco de sentido, una nueva experiencia que nos haga sentir vivos, una nueva relación, un nuevo proyecto. Pero el problema, no está en el exterior, sino en nuestro interior. Jesús ya lo afirmó cuando dijo: El que beba de está agua -las fuentes que la sociedad brinda para satisfacer nuestra sed de zoe- volverá a tener sed. El que beba del agua que yo le daré de su interior correrán ríos de agua viva y no volverá a tener sed. 

El problema, según mi experiencia, se agudiza en la segunda parte de la vida. En la primera, hemos estado o estamos tan ocupados en construir el falso yo que no tenemos tiempo de pensar en el yo real. Esa etapa los pensadores la llaman la etapa del hacer. Pero en la segunda etapa de la vida, la denominada del ser, es cuando ese vacío, esa falta del yo real, de una identidad encontrada y reconocida se hace más acuciante. Ahí es donde hemos de valorar las palabras de Jesús. 






Yo he venido para que tengáis zoe y la tengáis en abundancia (Juan 10:10)

Juntamente con el tema de la identidad -quién soy, cómo me percibe Dios-, no podemos ni debemos obviar el tema del sentido, misión o propósito -para qué estoy aquí, qué sentido tiene la vida, para qué vivo-. Los antiguos griegos consideraban resolver esta pregunta una prioridad para cualquier ser humano. Ellos, cuando hablaban de la vida, tenían dos términos diferentes. Bios, se refería a la vida meramente biológica, la que compartimos con el resto de los seres vivos. Zoe, se refería a la vida con sentido, con propósito, la vida trascedente. Un griego sabía que podía estar vivo biológicamente hablando y, a la vez, muerto trascendentemente hablando.

No podemos vivir sin zoe. Malvivimos, deambulamos por la vida en busca de sentido y propósito. Bebiendo de todas las fuentes que la sociedad nos ofrece, comprobando que únicamente nos pueden satisfacer temporalmente y que después, la sensación de vacío es,  en muchas ocasiones, mayor que la que experimentábamos al principio. Le mendigamos a la vida un poco de sentido, una nueva experiencia que nos haga sentir vivos, una nueva relación, un nuevo proyecto. Pero el problema, no está en el exterior, sino en nuestro interior. Jesús ya lo afirmó cuando dijo: El que beba de está agua -las fuentes que la sociedad brinda para satisfacer nuestra sed de zoe- volverá a tener sed. El que beba del agua que yo le daré de su interior correrán ríos de agua viva y no volverá a tener sed. 

El problema, según mi experiencia, se agudiza en la segunda parte de la vida. En la primera, hemos estado o estamos tan ocupados en construir el falso yo que no tenemos tiempo de pensar en el yo real. Esa etapa los pensadores la llaman la etapa del hacer. Pero en la segunda etapa de la vida, la denominada del ser, es cuando ese vacío, esa falta del yo real, de una identidad encontrada y reconocida se hace más acuciante. Ahí es donde hemos de valorar las palabras de Jesús. 






Yo he venido para que tengáis zoe y la tengáis en abundancia (Juan 10:10)

Juntamente con el tema de la identidad -quién soy, cómo me percibe Dios-, no podemos ni debemos obviar el tema del sentido, misión o propósito -para qué estoy aquí, qué sentido tiene la vida, para qué vivo-. Los antiguos griegos consideraban resolver esta pregunta una prioridad para cualquier ser humano. Ellos, cuando hablaban de la vida, tenían dos términos diferentes. Bios, se refería a la vida meramente biológica, la que compartimos con el resto de los seres vivos. Zoe, se refería a la vida con sentido, con propósito, la vida trascedente. Un griego sabía que podía estar vivo biológicamente hablando y, a la vez, muerto trascendentemente hablando.

No podemos vivir sin zoe. Malvivimos, deambulamos por la vida en busca de sentido y propósito. Bebiendo de todas las fuentes que la sociedad nos ofrece, comprobando que únicamente nos pueden satisfacer temporalmente y que después, la sensación de vacío es,  en muchas ocasiones, mayor que la que experimentábamos al principio. Le mendigamos a la vida un poco de sentido, una nueva experiencia que nos haga sentir vivos, una nueva relación, un nuevo proyecto. Pero el problema, no está en el exterior, sino en nuestro interior. Jesús ya lo afirmó cuando dijo: El que beba de está agua -las fuentes que la sociedad brinda para satisfacer nuestra sed de zoe- volverá a tener sed. El que beba del agua que yo le daré de su interior correrán ríos de agua viva y no volverá a tener sed. 

El problema, según mi experiencia, se agudiza en la segunda parte de la vida. En la primera, hemos estado o estamos tan ocupados en construir el falso yo que no tenemos tiempo de pensar en el yo real. Esa etapa los pensadores la llaman la etapa del hacer. Pero en la segunda etapa de la vida, la denominada del ser, es cuando ese vacío, esa falta del yo real, de una identidad encontrada y reconocida se hace más acuciante. Ahí es donde hemos de valorar las palabras de Jesús.