Pero el padre ordenó a sus criados: "¡Rápido! Traed las mejores ropas y vestidlo, ponedle un anillo en el dedo y calzado en los pies. Luego sacad el ternero cebado, matadlo y hagamos fiesta celebrando un banquete. Porque este hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos encontrado" Y comenzaron a hacer fiesta. (Lucas 15:22-24)


El hijo pródigo, protagonista de tantos sermones, tenía un claro sentido de la justicia. Su moralidad estaba intacta; así lo demuestran sus razonamientos. Era plenamente consciente de haber pecado, no sólo contra Dios, sino también contra su padre. También se daba cuenta que era de justicia que, en caso de ser admitido, no lo fuera en su antigua condición de hijo. Ya no era digno de ello. Había deshonrado gravemente a su familia y, especialmente, a su padre. Se conformaba con tener el estatus de un simple jornalero, alguien que trabajaba a cambio de un salario pero que no pertenecía a la familia. Entendía que se tratamiento sería justo, era indigno de otro tipo superior. 

El padre -que todos sabemos que en la parábola representa a Dios- no opinaba lo mismo, tenía una perspectiva diferente. Pidió a sus siervos que lo vistieran, no cualquier harapo que hubiera en la casa, sino con las mejores ropas. Ordenó que se pusiera calzado en sus pies; en la antigüedad de Israel sólo los esclavos iban descalzos. Dispuso que se pusiera un anillo en el dedo. El anillo era el símbolo de pertenencia a la familia. Indicaba que era aceptado en la condición de hijo, no de simple jornalero. Finalmente, el padre ordenó hacer fiesta porque el hijo había vuelto a la casa. Ninguna mención a su pasado, a su historia, a su indignidad.

Creo que los seres humanos estamos preparados para recibir la justicia. Podemos aceptarla. Si moralmente estamos sanos podemos entender que somos merecedores o inmerecedores de parte de Dios o de la sociedad de un determinado tratamiento. Podemos argumentar, podemos esgrimir nuestros méritos, podemos compararnos con otros que son peores que nosotros para sentirnos más dignos y discutir con el juez, tal y como hizo el hijo de la parábola que tenía bien montado su argumento de defensa.

Creo, sin embargo, que los seres humanos no estamos preparados para recibir la gracia. Sólo aquellos que son conscientes que no tienen nada que ofrecer, que están vacíos, que lo han perdido todo, que no tienen nada para negociar con Dios pueden aceptar que son considerados dignos sin serlo, sólo porque el Padre, que los recibe en la casa, les otorga una dignidad de la que carecen pero que ahora es suya. Llegar a ese estado es duro para nuestro orgullo.






Pero el padre ordenó a sus criados: "¡Rápido! Traed las mejores ropas y vestidlo, ponedle un anillo en el dedo y calzado en los pies. Luego sacad el ternero cebado, matadlo y hagamos fiesta celebrando un banquete. Porque este hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos encontrado" Y comenzaron a hacer fiesta. (Lucas 15:22-24)


El hijo pródigo, protagonista de tantos sermones, tenía un claro sentido de la justicia. Su moralidad estaba intacta; así lo demuestran sus razonamientos. Era plenamente consciente de haber pecado, no sólo contra Dios, sino también contra su padre. También se daba cuenta que era de justicia que, en caso de ser admitido, no lo fuera en su antigua condición de hijo. Ya no era digno de ello. Había deshonrado gravemente a su familia y, especialmente, a su padre. Se conformaba con tener el estatus de un simple jornalero, alguien que trabajaba a cambio de un salario pero que no pertenecía a la familia. Entendía que se tratamiento sería justo, era indigno de otro tipo superior. 

El padre -que todos sabemos que en la parábola representa a Dios- no opinaba lo mismo, tenía una perspectiva diferente. Pidió a sus siervos que lo vistieran, no cualquier harapo que hubiera en la casa, sino con las mejores ropas. Ordenó que se pusiera calzado en sus pies; en la antigüedad de Israel sólo los esclavos iban descalzos. Dispuso que se pusiera un anillo en el dedo. El anillo era el símbolo de pertenencia a la familia. Indicaba que era aceptado en la condición de hijo, no de simple jornalero. Finalmente, el padre ordenó hacer fiesta porque el hijo había vuelto a la casa. Ninguna mención a su pasado, a su historia, a su indignidad.

Creo que los seres humanos estamos preparados para recibir la justicia. Podemos aceptarla. Si moralmente estamos sanos podemos entender que somos merecedores o inmerecedores de parte de Dios o de la sociedad de un determinado tratamiento. Podemos argumentar, podemos esgrimir nuestros méritos, podemos compararnos con otros que son peores que nosotros para sentirnos más dignos y discutir con el juez, tal y como hizo el hijo de la parábola que tenía bien montado su argumento de defensa.

Creo, sin embargo, que los seres humanos no estamos preparados para recibir la gracia. Sólo aquellos que son conscientes que no tienen nada que ofrecer, que están vacíos, que lo han perdido todo, que no tienen nada para negociar con Dios pueden aceptar que son considerados dignos sin serlo, sólo porque el Padre, que los recibe en la casa, les otorga una dignidad de la que carecen pero que ahora es suya. Llegar a ese estado es duro para nuestro orgullo.






Pero el padre ordenó a sus criados: "¡Rápido! Traed las mejores ropas y vestidlo, ponedle un anillo en el dedo y calzado en los pies. Luego sacad el ternero cebado, matadlo y hagamos fiesta celebrando un banquete. Porque este hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y lo hemos encontrado" Y comenzaron a hacer fiesta. (Lucas 15:22-24)


El hijo pródigo, protagonista de tantos sermones, tenía un claro sentido de la justicia. Su moralidad estaba intacta; así lo demuestran sus razonamientos. Era plenamente consciente de haber pecado, no sólo contra Dios, sino también contra su padre. También se daba cuenta que era de justicia que, en caso de ser admitido, no lo fuera en su antigua condición de hijo. Ya no era digno de ello. Había deshonrado gravemente a su familia y, especialmente, a su padre. Se conformaba con tener el estatus de un simple jornalero, alguien que trabajaba a cambio de un salario pero que no pertenecía a la familia. Entendía que se tratamiento sería justo, era indigno de otro tipo superior. 

El padre -que todos sabemos que en la parábola representa a Dios- no opinaba lo mismo, tenía una perspectiva diferente. Pidió a sus siervos que lo vistieran, no cualquier harapo que hubiera en la casa, sino con las mejores ropas. Ordenó que se pusiera calzado en sus pies; en la antigüedad de Israel sólo los esclavos iban descalzos. Dispuso que se pusiera un anillo en el dedo. El anillo era el símbolo de pertenencia a la familia. Indicaba que era aceptado en la condición de hijo, no de simple jornalero. Finalmente, el padre ordenó hacer fiesta porque el hijo había vuelto a la casa. Ninguna mención a su pasado, a su historia, a su indignidad.

Creo que los seres humanos estamos preparados para recibir la justicia. Podemos aceptarla. Si moralmente estamos sanos podemos entender que somos merecedores o inmerecedores de parte de Dios o de la sociedad de un determinado tratamiento. Podemos argumentar, podemos esgrimir nuestros méritos, podemos compararnos con otros que son peores que nosotros para sentirnos más dignos y discutir con el juez, tal y como hizo el hijo de la parábola que tenía bien montado su argumento de defensa.

Creo, sin embargo, que los seres humanos no estamos preparados para recibir la gracia. Sólo aquellos que son conscientes que no tienen nada que ofrecer, que están vacíos, que lo han perdido todo, que no tienen nada para negociar con Dios pueden aceptar que son considerados dignos sin serlo, sólo porque el Padre, que los recibe en la casa, les otorga una dignidad de la que carecen pero que ahora es suya. Llegar a ese estado es duro para nuestro orgullo.