Habla que tu servidor escucha.—1 Samuel 3:10

Escucha, Israel.—Deuteronomio 6:4


Hace muchos años vi un chiste que salía en un periódico de difusión nacional. En el mismo se veía a Dios con rostro compungido hablando con un ángel y diciéndole: «el problema no es que yo no hable, más bien que nadie escucha».

El Antiguo Testamento está lleno de peticiones de Dios a su pueblo para que lo escuche, que preste atención a sus palabras, sin embargo, vemos que una y otra vez el pueblo hace oídos sordos a la voz de Dios.

La Cuaresma es una invitación a escuchar la voz del Señor. Pero para poderlo hacer hemos de partir de la base de que Él habla y nosotros podemos escucharlo. En Juan capítulo 10 Jesús afirma en tres ocasiones que sus ovejas -nosotros- tendremos la capacidad de oír su voz y reconocerla. También en el mismo evangelio afirma que su Espíritu nos guiará a toda la verdad. Por tanto, el principio bíblico es que Dios quiere hablarnos y nos ha dado la capacidad de reconocer su voz en medio de las muchas voces que hablan a nuestra vida.

¿Qué sucede pues? ¿Por qué no oímos su voz? Creo que hay varias razones. La primera, es que no estamos acostumbrados a escucharla, a discernirla en medio de otras voces. Es un proceso que, como todas las artes y técnicas, precisa de práctica, intencionalidad y tiempo.

La segunda, es que no nos detenemos para escucharla. Es en el silencio, en la quietud y en el contexto de la reflexión del que ya hemos hablado, que Dios deja oír su voz. Hay que desconectar el resto de voces para poder captar la suya. Hay que eliminar toda la contaminación acústica que nos rodea.

La tercera, es que no siempre queremos oír lo que Dios tiene que decirnos. Su voz puede entrar en conflicto con nuestros deseos, nuestras inclinaciones, nuestros planes y, por tanto, es mejor no oír. No hay peor sordo, dice el refrán castellano, que aquel que no quiere oír.

¿Cómo funciona en la práctica? Hay varios pasos que yo sigo. Primero, buscar el tiempo y el lugar adecuado -para mí siempre caminando o corriendo-. Segundo, decidir el tema sobre el cual quiero saber la perspectiva de Dios. Tercero, desconectar otras voces -mis intereses, ruidos externos, la agenda, etc.-. Finalmente, en silencio escuchar a mi corazón, el lugar donde Dios me acostumbra a hablar.