La mujer samaritana le contesta: ¡Cómo! ¿No eres tu judío? ¿Y te atreves a pedirme de beber a mí que soy samaritana? (Juan 4:9)


Al entablar relación con esa mujer Jesús estaba rompiendo tres grandes barreras. La primera, es la barrera racial. Los samaritanos eran despreciados por los judíos como una raza de bastardos que no eran racialmente puros; eran la mezcla de gentiles y los pocos judíos dejados en Palestina después de las diferentes deportaciones de asirios y babilonios. Pero ese rechazo étnico tenía también tintes religiosos. Los samaritanos, a pesar de creer en el Dios de Israel, no eran considerados parte de la comunidad del pueblo elegido, no eran, por decirlo de algún modo lo suficientemente ortodoxos. Era tal el desprecio que un judío tenía hacia un samaritano que, salvo que la urgencia lo exigiera, una persona viajando de Judea a Galilea prefería pasar por el territorio gentil del otro lado del Jordán antes que contaminarse cruzando Samaria. 

La segunda, es una barrera de género. Las mujeres eran consideradas eternas menores de edad en aquella época. Pasaban de la tutela del padre a la del marido y, si quedaban viudas y había hijos u otros parientes varones a la de ellos. No podía entrar en el patio de los hombres si acudían al templo, estaban segregadas en las sinagogas y no eran instruidas en el conocimiento de la Ley. Un rabino judío nunca se rebajaría a hablar con una mujer. Sin embargo, Jesús no sólo habla con ella, sino que lo hace de temas espirituales y, además, es a la primera persona a la que le revela abiertamente que es el Mesías ¡Todo ello inaudito!.

La tercera, es una barrera moral. Muchos estudiosos de la Escritura afirman que el hecho de que una mujer se acercara sola al pozo sólo podía indicar su carácter moralmente cuestionable. Algo confirmado posteriormente por Jesús al indicar, y reconocer la mujer, que vivía en un estado de concubinato después de cinco experiencias previas con hombres. Jesús se salta esa barrera como hombre, judíos y maestro de la Ley. En los tres casos pone su reputación y credibilidad en entredicho por esas asociaciones tan peligrosas.

Pero ¡Qué bien! Nosotros somos mucho mejores que Jesús. Tenemos criterios morales y éticos mucho más elevados que los del Maestro. No nos rebajamos a acercarnos, y mucho menos a asociarnos con personas que son moralmente cuestionables. Tenemos una amplia lista de personas dentro de la fe que cristiana a las que consideramos herejes, heterodoxos y, por tanto, indignos del trato con nosotros y merecedores de todo nuestro escarnio virtual a través de las redes. Nosotros nunca vamos a dar un paso para acercarnos a homosexuales, transgénero, adúlteros, fornicadores y cualquier otro tipo de personas consideradas inmorales. Nosotros somos moralmente superiores y sólo podemos expresarles nuestra condena, juicio y rechazo. Dudemos del carácter de Jesús, dudemos de alguien que en vez de condenar ¡Como Dios manda! amaba y tomaba la iniciativa. Sospechemos de alguien que en vez de levantar muros extendía puentes. Demos gracias a Dios que somos mejores que Él. 




La mujer samaritana le contesta: ¡Cómo! ¿No eres tu judío? ¿Y te atreves a pedirme de beber a mí que soy samaritana? (Juan 4:9)


Al entablar relación con esa mujer Jesús estaba rompiendo tres grandes barreras. La primera, es la barrera racial. Los samaritanos eran despreciados por los judíos como una raza de bastardos que no eran racialmente puros; eran la mezcla de gentiles y los pocos judíos dejados en Palestina después de las diferentes deportaciones de asirios y babilonios. Pero ese rechazo étnico tenía también tintes religiosos. Los samaritanos, a pesar de creer en el Dios de Israel, no eran considerados parte de la comunidad del pueblo elegido, no eran, por decirlo de algún modo lo suficientemente ortodoxos. Era tal el desprecio que un judío tenía hacia un samaritano que, salvo que la urgencia lo exigiera, una persona viajando de Judea a Galilea prefería pasar por el territorio gentil del otro lado del Jordán antes que contaminarse cruzando Samaria. 

La segunda, es una barrera de género. Las mujeres eran consideradas eternas menores de edad en aquella época. Pasaban de la tutela del padre a la del marido y, si quedaban viudas y había hijos u otros parientes varones a la de ellos. No podía entrar en el patio de los hombres si acudían al templo, estaban segregadas en las sinagogas y no eran instruidas en el conocimiento de la Ley. Un rabino judío nunca se rebajaría a hablar con una mujer. Sin embargo, Jesús no sólo habla con ella, sino que lo hace de temas espirituales y, además, es a la primera persona a la que le revela abiertamente que es el Mesías ¡Todo ello inaudito!.

La tercera, es una barrera moral. Muchos estudiosos de la Escritura afirman que el hecho de que una mujer se acercara sola al pozo sólo podía indicar su carácter moralmente cuestionable. Algo confirmado posteriormente por Jesús al indicar, y reconocer la mujer, que vivía en un estado de concubinato después de cinco experiencias previas con hombres. Jesús se salta esa barrera como hombre, judíos y maestro de la Ley. En los tres casos pone su reputación y credibilidad en entredicho por esas asociaciones tan peligrosas.

Pero ¡Qué bien! Nosotros somos mucho mejores que Jesús. Tenemos criterios morales y éticos mucho más elevados que los del Maestro. No nos rebajamos a acercarnos, y mucho menos a asociarnos con personas que son moralmente cuestionables. Tenemos una amplia lista de personas dentro de la fe que cristiana a las que consideramos herejes, heterodoxos y, por tanto, indignos del trato con nosotros y merecedores de todo nuestro escarnio virtual a través de las redes. Nosotros nunca vamos a dar un paso para acercarnos a homosexuales, transgénero, adúlteros, fornicadores y cualquier otro tipo de personas consideradas inmorales. Nosotros somos moralmente superiores y sólo podemos expresarles nuestra condena, juicio y rechazo. Dudemos del carácter de Jesús, dudemos de alguien que en vez de condenar ¡Como Dios manda! amaba y tomaba la iniciativa. Sospechemos de alguien que en vez de levantar muros extendía puentes. Demos gracias a Dios que somos mejores que Él. 




La mujer samaritana le contesta: ¡Cómo! ¿No eres tu judío? ¿Y te atreves a pedirme de beber a mí que soy samaritana? (Juan 4:9)


Al entablar relación con esa mujer Jesús estaba rompiendo tres grandes barreras. La primera, es la barrera racial. Los samaritanos eran despreciados por los judíos como una raza de bastardos que no eran racialmente puros; eran la mezcla de gentiles y los pocos judíos dejados en Palestina después de las diferentes deportaciones de asirios y babilonios. Pero ese rechazo étnico tenía también tintes religiosos. Los samaritanos, a pesar de creer en el Dios de Israel, no eran considerados parte de la comunidad del pueblo elegido, no eran, por decirlo de algún modo lo suficientemente ortodoxos. Era tal el desprecio que un judío tenía hacia un samaritano que, salvo que la urgencia lo exigiera, una persona viajando de Judea a Galilea prefería pasar por el territorio gentil del otro lado del Jordán antes que contaminarse cruzando Samaria. 

La segunda, es una barrera de género. Las mujeres eran consideradas eternas menores de edad en aquella época. Pasaban de la tutela del padre a la del marido y, si quedaban viudas y había hijos u otros parientes varones a la de ellos. No podía entrar en el patio de los hombres si acudían al templo, estaban segregadas en las sinagogas y no eran instruidas en el conocimiento de la Ley. Un rabino judío nunca se rebajaría a hablar con una mujer. Sin embargo, Jesús no sólo habla con ella, sino que lo hace de temas espirituales y, además, es a la primera persona a la que le revela abiertamente que es el Mesías ¡Todo ello inaudito!.

La tercera, es una barrera moral. Muchos estudiosos de la Escritura afirman que el hecho de que una mujer se acercara sola al pozo sólo podía indicar su carácter moralmente cuestionable. Algo confirmado posteriormente por Jesús al indicar, y reconocer la mujer, que vivía en un estado de concubinato después de cinco experiencias previas con hombres. Jesús se salta esa barrera como hombre, judíos y maestro de la Ley. En los tres casos pone su reputación y credibilidad en entredicho por esas asociaciones tan peligrosas.

Pero ¡Qué bien! Nosotros somos mucho mejores que Jesús. Tenemos criterios morales y éticos mucho más elevados que los del Maestro. No nos rebajamos a acercarnos, y mucho menos a asociarnos con personas que son moralmente cuestionables. Tenemos una amplia lista de personas dentro de la fe que cristiana a las que consideramos herejes, heterodoxos y, por tanto, indignos del trato con nosotros y merecedores de todo nuestro escarnio virtual a través de las redes. Nosotros nunca vamos a dar un paso para acercarnos a homosexuales, transgénero, adúlteros, fornicadores y cualquier otro tipo de personas consideradas inmorales. Nosotros somos moralmente superiores y sólo podemos expresarles nuestra condena, juicio y rechazo. Dudemos del carácter de Jesús, dudemos de alguien que en vez de condenar ¡Como Dios manda! amaba y tomaba la iniciativa. Sospechemos de alguien que en vez de levantar muros extendía puentes. Demos gracias a Dios que somos mejores que Él.