O también, ¿qué mujer, si tiene diez monedas y se le pierde una de ellas, no enciende una lámpara y barre la casa y la busca afanosamente hasta que la encuentre? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido!”.10 Pues yo os digo que, igualmente, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. (Lucas 15: 8-10)


Los estudiosos de la Palabra nos indican que existen dos posibles interpretaciones al significado de la moneda perdida. La primera podría referirse a una dracma, moneda griega de plata y que equivalía al valor de lo que ganaban un jornalero por un día de trabajo. Perder semejante cantidad de dinero podía significar un auténtico desastre financiero para la familia; eso explicaría el afán por tratar de recuperarla. La segunda podía referirse a una de las monedas que engarzadas las unas con las otras formaban una especie de collar o diadema que poseían todas las mujeres casadas. Desde muy temprana edad iban ahorrando el dinero suficiente para poderse confeccionar dicha humilde joya que sería en aquella época lo más parecido a nuestros anillos de alianza o compromiso. Esto también nos ayudaría a entender el afán por buscarla, poniendo toda la casa patas arriba y el gozo y alegría compartido con sus amigas. Todas ellas podían entender el valor sentimental que aquella moneda perdida y encontraba tenía para la mujer y, consecuentemente, podían compartir con ella el gozo de haberla encontrado. 

Esta parábola es muy similar a la de la oveja perdida y, sin embargo, tiene un matiz que la hace singular y le añade una perspectiva de la que carece la otra. Alguien debió de ser responsable de la pérdida de la moneda. Estas no tienen vida propia y, a diferencia de las ovejas, no tienen autonomía para perderse yendo por lugares y caminos que no debieran. Fue mal guardada, poco mantenida y como consecuencia una de las monedas se desprendió del resto. Lo cierto es que no lo podemos saber con certeza pero alguien debió ser responsable del extravío. Personalmente me hace pensar en todos aquellos que se han alejado de la fe como consecuencia de nuestras negligencias. Tal vez fue pecado claro y manifiesto en nuestras vidas que provocó decepción en aquellos que estaban tratando de seguir a Jesús. Pudo ser una cuestión de negligencia en entender y poder ministrar sus necesidades que pasaron inadvertidas para nosotros. Tal vez no supimos interpretar los signos de petición de ayuda que nos emitieron. También es posible que una vez que desaparecieron ya no hiciéramos nada por recuperarlos, por mantener el contacto, por continuar en contacto con ellos y dejar siempre una puerta abierta. 

Una vez más esta parábola nos habla y enseña de un Dios que toma la iniciativa, al que las nueve monedas que todavía restaban no le parecían suficientes porque la joya, por humilde que pudiera ser, estaba incompleta. Un Dios que en imitación suya nos invita a ir tras aquellos que por una razón u otra están perdidos.


¿Quién hay en tu entorno que cae dentro de esta categoría? ¿Qué puedes hacer por ellos?






 O también, ¿qué mujer, si tiene diez monedas y se le pierde una de ellas, no enciende una lámpara y barre la casa y la busca afanosamente hasta que la encuentre? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido!”.10 Pues yo os digo que, igualmente, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. (Lucas 15: 8-10)


Los estudiosos de la Palabra nos indican que existen dos posibles interpretaciones al significado de la moneda perdida. La primera podría referirse a una dracma, moneda griega de plata y que equivalía al valor de lo que ganaban un jornalero por un día de trabajo. Perder semejante cantidad de dinero podía significar un auténtico desastre financiero para la familia; eso explicaría el afán por tratar de recuperarla. La segunda podía referirse a una de las monedas que engarzadas las unas con las otras formaban una especie de collar o diadema que poseían todas las mujeres casadas. Desde muy temprana edad iban ahorrando el dinero suficiente para poderse confeccionar dicha humilde joya que sería en aquella época lo más parecido a nuestros anillos de alianza o compromiso. Esto también nos ayudaría a entender el afán por buscarla, poniendo toda la casa patas arriba y el gozo y alegría compartido con sus amigas. Todas ellas podían entender el valor sentimental que aquella moneda perdida y encontraba tenía para la mujer y, consecuentemente, podían compartir con ella el gozo de haberla encontrado. 

Esta parábola es muy similar a la de la oveja perdida y, sin embargo, tiene un matiz que la hace singular y le añade una perspectiva de la que carece la otra. Alguien debió de ser responsable de la pérdida de la moneda. Estas no tienen vida propia y, a diferencia de las ovejas, no tienen autonomía para perderse yendo por lugares y caminos que no debieran. Fue mal guardada, poco mantenida y como consecuencia una de las monedas se desprendió del resto. Lo cierto es que no lo podemos saber con certeza pero alguien debió ser responsable del extravío. Personalmente me hace pensar en todos aquellos que se han alejado de la fe como consecuencia de nuestras negligencias. Tal vez fue pecado claro y manifiesto en nuestras vidas que provocó decepción en aquellos que estaban tratando de seguir a Jesús. Pudo ser una cuestión de negligencia en entender y poder ministrar sus necesidades que pasaron inadvertidas para nosotros. Tal vez no supimos interpretar los signos de petición de ayuda que nos emitieron. También es posible que una vez que desaparecieron ya no hiciéramos nada por recuperarlos, por mantener el contacto, por continuar en contacto con ellos y dejar siempre una puerta abierta. 

Una vez más esta parábola nos habla y enseña de un Dios que toma la iniciativa, al que las nueve monedas que todavía restaban no le parecían suficientes porque la joya, por humilde que pudiera ser, estaba incompleta. Un Dios que en imitación suya nos invita a ir tras aquellos que por una razón u otra están perdidos.


¿Quién hay en tu entorno que cae dentro de esta categoría? ¿Qué puedes hacer por ellos?






 O también, ¿qué mujer, si tiene diez monedas y se le pierde una de ellas, no enciende una lámpara y barre la casa y la busca afanosamente hasta que la encuentre? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido!”.10 Pues yo os digo que, igualmente, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. (Lucas 15: 8-10)


Los estudiosos de la Palabra nos indican que existen dos posibles interpretaciones al significado de la moneda perdida. La primera podría referirse a una dracma, moneda griega de plata y que equivalía al valor de lo que ganaban un jornalero por un día de trabajo. Perder semejante cantidad de dinero podía significar un auténtico desastre financiero para la familia; eso explicaría el afán por tratar de recuperarla. La segunda podía referirse a una de las monedas que engarzadas las unas con las otras formaban una especie de collar o diadema que poseían todas las mujeres casadas. Desde muy temprana edad iban ahorrando el dinero suficiente para poderse confeccionar dicha humilde joya que sería en aquella época lo más parecido a nuestros anillos de alianza o compromiso. Esto también nos ayudaría a entender el afán por buscarla, poniendo toda la casa patas arriba y el gozo y alegría compartido con sus amigas. Todas ellas podían entender el valor sentimental que aquella moneda perdida y encontraba tenía para la mujer y, consecuentemente, podían compartir con ella el gozo de haberla encontrado. 

Esta parábola es muy similar a la de la oveja perdida y, sin embargo, tiene un matiz que la hace singular y le añade una perspectiva de la que carece la otra. Alguien debió de ser responsable de la pérdida de la moneda. Estas no tienen vida propia y, a diferencia de las ovejas, no tienen autonomía para perderse yendo por lugares y caminos que no debieran. Fue mal guardada, poco mantenida y como consecuencia una de las monedas se desprendió del resto. Lo cierto es que no lo podemos saber con certeza pero alguien debió ser responsable del extravío. Personalmente me hace pensar en todos aquellos que se han alejado de la fe como consecuencia de nuestras negligencias. Tal vez fue pecado claro y manifiesto en nuestras vidas que provocó decepción en aquellos que estaban tratando de seguir a Jesús. Pudo ser una cuestión de negligencia en entender y poder ministrar sus necesidades que pasaron inadvertidas para nosotros. Tal vez no supimos interpretar los signos de petición de ayuda que nos emitieron. También es posible que una vez que desaparecieron ya no hiciéramos nada por recuperarlos, por mantener el contacto, por continuar en contacto con ellos y dejar siempre una puerta abierta. 

Una vez más esta parábola nos habla y enseña de un Dios que toma la iniciativa, al que las nueve monedas que todavía restaban no le parecían suficientes porque la joya, por humilde que pudiera ser, estaba incompleta. Un Dios que en imitación suya nos invita a ir tras aquellos que por una razón u otra están perdidos.


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