Esta es la señal de que pertenecemos a la verdad y podemos sentirnos seguros en la presencia de Dios: que si alguna vez nos acusa la conciencia, Dios es más grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas. (1 Juan 3:19-20)


Sentirse seguro en la presencia de Dios. No siempre es fácil. Uno no puede fiarse de sus emociones para experimentar esa seguridad. Estas son cambiantes; en ocasiones nos hacen subir hasta las nubes y en otras nos hunden en el abismo. Además, tenemos la equivocada propensión a proyectar nuestras emociones sobre Dios, es decir, creemos que Él siente hacia nosotros lo mismo que sentimos hacia nosotros mismos. Cuando no nos gustamos, por la razón que sea, acostumbramos a creer que del mismo modo piensa y siente Dios hacia nuestras personas. Las emociones son, por definición incontrolables, y cuando dependemos de ellas para nuestra seguridad con Dios nos subimos a una montaña rusa emocional de subidas y bajadas que nada tiene que ver con las promesas bíblicas de amor y aceptación incondicional que una y otra vez aparecen en las Escrituras. Construir la seguridad sobre las emociones es hacerlo sobre arenas movedizas, lejos de la roca sólida que son las promesas del Padre. 

No conozco otra solución para esta realidad que un constante diálogo interior con nosotros mismos, con nuestras emociones. No se trata de reprimirlas o ignorarlas; más bien hemos de reconocerlas, ponerles nombre, verbalizarlas y explicarles a ellas las promesas de Dios. No podemos controlar esas emociones, no podemos impedir que aparezcan, pero si podemos y debemos gestionarlas confrontándolas con las promesas de la Palabra. Es, en definitiva, una tarea de reeducar nuestro cerebro emocional confrontándolo con las promesas definitivas de Dios. 


¿Cuál es el peligro de basar la seguridad en las emociones?




Esta es la señal de que pertenecemos a la verdad y podemos sentirnos seguros en la presencia de Dios: que si alguna vez nos acusa la conciencia, Dios es más grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas. (1 Juan 3:19-20)


Sentirse seguro en la presencia de Dios. No siempre es fácil. Uno no puede fiarse de sus emociones para experimentar esa seguridad. Estas son cambiantes; en ocasiones nos hacen subir hasta las nubes y en otras nos hunden en el abismo. Además, tenemos la equivocada propensión a proyectar nuestras emociones sobre Dios, es decir, creemos que Él siente hacia nosotros lo mismo que sentimos hacia nosotros mismos. Cuando no nos gustamos, por la razón que sea, acostumbramos a creer que del mismo modo piensa y siente Dios hacia nuestras personas. Las emociones son, por definición incontrolables, y cuando dependemos de ellas para nuestra seguridad con Dios nos subimos a una montaña rusa emocional de subidas y bajadas que nada tiene que ver con las promesas bíblicas de amor y aceptación incondicional que una y otra vez aparecen en las Escrituras. Construir la seguridad sobre las emociones es hacerlo sobre arenas movedizas, lejos de la roca sólida que son las promesas del Padre. 

No conozco otra solución para esta realidad que un constante diálogo interior con nosotros mismos, con nuestras emociones. No se trata de reprimirlas o ignorarlas; más bien hemos de reconocerlas, ponerles nombre, verbalizarlas y explicarles a ellas las promesas de Dios. No podemos controlar esas emociones, no podemos impedir que aparezcan, pero si podemos y debemos gestionarlas confrontándolas con las promesas de la Palabra. Es, en definitiva, una tarea de reeducar nuestro cerebro emocional confrontándolo con las promesas definitivas de Dios. 


¿Cuál es el peligro de basar la seguridad en las emociones?




Esta es la señal de que pertenecemos a la verdad y podemos sentirnos seguros en la presencia de Dios: que si alguna vez nos acusa la conciencia, Dios es más grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas. (1 Juan 3:19-20)


Sentirse seguro en la presencia de Dios. No siempre es fácil. Uno no puede fiarse de sus emociones para experimentar esa seguridad. Estas son cambiantes; en ocasiones nos hacen subir hasta las nubes y en otras nos hunden en el abismo. Además, tenemos la equivocada propensión a proyectar nuestras emociones sobre Dios, es decir, creemos que Él siente hacia nosotros lo mismo que sentimos hacia nosotros mismos. Cuando no nos gustamos, por la razón que sea, acostumbramos a creer que del mismo modo piensa y siente Dios hacia nuestras personas. Las emociones son, por definición incontrolables, y cuando dependemos de ellas para nuestra seguridad con Dios nos subimos a una montaña rusa emocional de subidas y bajadas que nada tiene que ver con las promesas bíblicas de amor y aceptación incondicional que una y otra vez aparecen en las Escrituras. Construir la seguridad sobre las emociones es hacerlo sobre arenas movedizas, lejos de la roca sólida que son las promesas del Padre. 

No conozco otra solución para esta realidad que un constante diálogo interior con nosotros mismos, con nuestras emociones. No se trata de reprimirlas o ignorarlas; más bien hemos de reconocerlas, ponerles nombre, verbalizarlas y explicarles a ellas las promesas de Dios. No podemos controlar esas emociones, no podemos impedir que aparezcan, pero si podemos y debemos gestionarlas confrontándolas con las promesas de la Palabra. Es, en definitiva, una tarea de reeducar nuestro cerebro emocional confrontándolo con las promesas definitivas de Dios. 


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Esta es la señal de que pertenecemos a la verdad y podemos sentirnos seguros en la presencia de Dios: que si alguna vez nos acusa la conciencia, Dios es más grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas. (1 Juan 3:19-20)


Sentirse seguro en la presencia de Dios. No siempre es fácil. Uno no puede fiarse de sus emociones para experimentar esa seguridad. Estas son cambiantes; en ocasiones nos hacen subir hasta las nubes y en otras nos hunden en el abismo. Además, tenemos la equivocada propensión a proyectar nuestras emociones sobre Dios, es decir, creemos que Él siente hacia nosotros lo mismo que sentimos hacia nosotros mismos. Cuando no nos gustamos, por la razón que sea, acostumbramos a creer que del mismo modo piensa y siente Dios hacia nuestras personas. Las emociones son, por definición incontrolables, y cuando dependemos de ellas para nuestra seguridad con Dios nos subimos a una montaña rusa emocional de subidas y bajadas que nada tiene que ver con las promesas bíblicas de amor y aceptación incondicional que una y otra vez aparecen en las Escrituras. Construir la seguridad sobre las emociones es hacerlo sobre arenas movedizas, lejos de la roca sólida que son las promesas del Padre. 

No conozco otra solución para esta realidad que un constante diálogo interior con nosotros mismos, con nuestras emociones. No se trata de reprimirlas o ignorarlas; más bien hemos de reconocerlas, ponerles nombre, verbalizarlas y explicarles a ellas las promesas de Dios. No podemos controlar esas emociones, no podemos impedir que aparezcan, pero si podemos y debemos gestionarlas confrontándolas con las promesas de la Palabra. Es, en definitiva, una tarea de reeducar nuestro cerebro emocional confrontándolo con las promesas definitivas de Dios. 


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