El Señor es Dios del universo; su nombre es el Señor. En cuanto a ti, conviértete a tu Dios, practica el amor y la justicia y confía siempre en tu Dios. (Oseas 11:6)


Los seguidores de Jesús tenemos la tendencia a pensar en la conversión exclusivamente como un evento, es decir, algo que pasó en el tiempo y el espacio en un momento dado de nuestras y, por consiguiente, no sentimos la necesidad de revisitarla y, mucho menos de renovarla.

Sin embargo, la conversión debería ser vista como un proceso constante en el que, por un lado, nuevas áreas de nuestra vida son llevadas o sometidas al Señor y, por otro, antiguas áreas han podido desviarse, escorar y necesitan ser puestas nuevamente en sus manos. 

Porque el carácter dinámica de la vida hace que la conversión sea un punto de partida en el viaje del seguimiento de Jesús pero nunca debe ser vista como la estación de destino del mismo. Tiene, por tanto, todo el sentido el llamado que el Señor hace por medio del profeta a convertirse a Dios, a someter a su señorío las áreas que van surgiendo en nuestro proyecto vital personal y, tras una cuidadosa evaluación, aquellas en las que es muy posible nos hayamos desviado y hayamos tomado, de nuevo, el control. 

Por último, el Señor, por medio del profeta nos indica que la conversión no es, únicamente, un proceso mental o intelectual, debe ir seguido de acciones concretas y específicas que demuestren la genuincidad de nuestro cambio, de nuestra nueva orientación hacia el Señor.


¿Qué áreas de tu vida, nuevas o antiguas, deben ser convertidas al Señor?