Entonces Moisés preguntó a Dios: ¿Quién soy yo para presentarme al Faraón y sacar de Egipto a los israelitas? (Éxodo 3:11)


Moisés recibe un llamado poco frecuente, sacar de Egipto al pueblo de Israel. A estas alturas es un hombre de edad avanzada, exiliado de su tierra natal y su gente y que ha intentado rehacer su vida en Madián. Lejos quedan los días en que intentó suavizar la situación de sus hermanos por medio de la violencia. Del desarrollo del pasaje podemos deducir que Moisés debió de llevar a cabo una rápida valoración de la oferta que Dios le presentaba. Evaluó la situación, sopesó los puntos a favor y los puntos en contra, pensó en las posibles implicaciones que tendría el llevar a cabo la misión y, sin duda, debió de pasarle por su cabeza el precio personal que debería de pagar para ser obediente a la misión propuesta por Dios.

Moisés reaccionó de una manera muy lógica, le presentó a Dios tantas objeciones como pudo para no aceptar la misión. Un análisis de las mismas en los capítulos tres y cuatro nos muestra que todas eran dignas de ser tenidas en cuenta, todas eran muy razonables y tenían su fundamento. La primera de estas objeciones era su indignidad para la tarea. Moisés tenía razón, no era digno. Su pasado tenía serías áreas de oscuridad y su presente era el de un vulgar pastor en una tierra desértica. Puedo imaginar que en su mente se agolparon todas las deficiencias de carácter, todos aquellos aspectos de su vida e historia que le invalidaban objetivamente para la tarea encomendada. Tenía toda la razón; sólo que no entendía -todavía- que el llamado era por gracia, es decir, a pesar de y no debido a. Dicho de otro modo, nadie es digno del llamado del Señor y verlo de otro modo es ridículo.

Que veo en el espejo de Moisés. Mi propia indignidad para el servicio. Mi propia realidad de que sirvo al Señor no debido a lo que soy (mis títulos universitarios, teológicos, mis competencias profesionales, los libros que he escrito, el impacto que he tenido, las capacitaciones que he desarrollado), sino a pesar de todo lo que soy (un seguidor de Jesús con áreas oscuras, imperfecciones, luchas, tentaciones; en definitiva, alguien todavía en proceso). Porque el llamado de Dios a todos sus seguidores está basado en su gracia, su amor y aceptación incondicional; nunca tiene nada que ver con la presencia o ausencia de méritos por nuestra parte.

Sentirse indigno ante el llamado del Señor a ser un agente de restauración y reconciliación es normal. Usarlo como excusa para no servir al Señor en la construcción del Reino es pecado. Escudarse en ello para eludir la responsabilidad es fruto de nuestro egoísmo y no de nuestra humildad. 


¿Cómo manejas la indignidad, como excusa o como posibilidad para experimentar la gracia?


Entonces Moisés preguntó a Dios: ¿Quién soy yo para presentarme al Faraón y sacar de Egipto a los israelitas? (Éxodo 3:11)


Moisés recibe un llamado poco frecuente, sacar de Egipto al pueblo de Israel. A estas alturas es un hombre de edad avanzada, exiliado de su tierra natal y su gente y que ha intentado rehacer su vida en Madián. Lejos quedan los días en que intentó suavizar la situación de sus hermanos por medio de la violencia. Del desarrollo del pasaje podemos deducir que Moisés debió de llevar a cabo una rápida valoración de la oferta que Dios le presentaba. Evaluó la situación, sopesó los puntos a favor y los puntos en contra, pensó en las posibles implicaciones que tendría el llevar a cabo la misión y, sin duda, debió de pasarle por su cabeza el precio personal que debería de pagar para ser obediente a la misión propuesta por Dios.

Moisés reaccionó de una manera muy lógica, le presentó a Dios tantas objeciones como pudo para no aceptar la misión. Un análisis de las mismas en los capítulos tres y cuatro nos muestra que todas eran dignas de ser tenidas en cuenta, todas eran muy razonables y tenían su fundamento. La primera de estas objeciones era su indignidad para la tarea. Moisés tenía razón, no era digno. Su pasado tenía serías áreas de oscuridad y su presente era el de un vulgar pastor en una tierra desértica. Puedo imaginar que en su mente se agolparon todas las deficiencias de carácter, todos aquellos aspectos de su vida e historia que le invalidaban objetivamente para la tarea encomendada. Tenía toda la razón; sólo que no entendía -todavía- que el llamado era por gracia, es decir, a pesar de y no debido a. Dicho de otro modo, nadie es digno del llamado del Señor y verlo de otro modo es ridículo.

Que veo en el espejo de Moisés. Mi propia indignidad para el servicio. Mi propia realidad de que sirvo al Señor no debido a lo que soy (mis títulos universitarios, teológicos, mis competencias profesionales, los libros que he escrito, el impacto que he tenido, las capacitaciones que he desarrollado), sino a pesar de todo lo que soy (un seguidor de Jesús con áreas oscuras, imperfecciones, luchas, tentaciones; en definitiva, alguien todavía en proceso). Porque el llamado de Dios a todos sus seguidores está basado en su gracia, su amor y aceptación incondicional; nunca tiene nada que ver con la presencia o ausencia de méritos por nuestra parte.

Sentirse indigno ante el llamado del Señor a ser un agente de restauración y reconciliación es normal. Usarlo como excusa para no servir al Señor en la construcción del Reino es pecado. Escudarse en ello para eludir la responsabilidad es fruto de nuestro egoísmo y no de nuestra humildad. 


¿Cómo manejas la indignidad, como excusa o como posibilidad para experimentar la gracia?


Entonces Moisés preguntó a Dios: ¿Quién soy yo para presentarme al Faraón y sacar de Egipto a los israelitas? (Éxodo 3:11)


Moisés recibe un llamado poco frecuente, sacar de Egipto al pueblo de Israel. A estas alturas es un hombre de edad avanzada, exiliado de su tierra natal y su gente y que ha intentado rehacer su vida en Madián. Lejos quedan los días en que intentó suavizar la situación de sus hermanos por medio de la violencia. Del desarrollo del pasaje podemos deducir que Moisés debió de llevar a cabo una rápida valoración de la oferta que Dios le presentaba. Evaluó la situación, sopesó los puntos a favor y los puntos en contra, pensó en las posibles implicaciones que tendría el llevar a cabo la misión y, sin duda, debió de pasarle por su cabeza el precio personal que debería de pagar para ser obediente a la misión propuesta por Dios.

Moisés reaccionó de una manera muy lógica, le presentó a Dios tantas objeciones como pudo para no aceptar la misión. Un análisis de las mismas en los capítulos tres y cuatro nos muestra que todas eran dignas de ser tenidas en cuenta, todas eran muy razonables y tenían su fundamento. La primera de estas objeciones era su indignidad para la tarea. Moisés tenía razón, no era digno. Su pasado tenía serías áreas de oscuridad y su presente era el de un vulgar pastor en una tierra desértica. Puedo imaginar que en su mente se agolparon todas las deficiencias de carácter, todos aquellos aspectos de su vida e historia que le invalidaban objetivamente para la tarea encomendada. Tenía toda la razón; sólo que no entendía -todavía- que el llamado era por gracia, es decir, a pesar de y no debido a. Dicho de otro modo, nadie es digno del llamado del Señor y verlo de otro modo es ridículo.

Que veo en el espejo de Moisés. Mi propia indignidad para el servicio. Mi propia realidad de que sirvo al Señor no debido a lo que soy (mis títulos universitarios, teológicos, mis competencias profesionales, los libros que he escrito, el impacto que he tenido, las capacitaciones que he desarrollado), sino a pesar de todo lo que soy (un seguidor de Jesús con áreas oscuras, imperfecciones, luchas, tentaciones; en definitiva, alguien todavía en proceso). Porque el llamado de Dios a todos sus seguidores está basado en su gracia, su amor y aceptación incondicional; nunca tiene nada que ver con la presencia o ausencia de méritos por nuestra parte.

Sentirse indigno ante el llamado del Señor a ser un agente de restauración y reconciliación es normal. Usarlo como excusa para no servir al Señor en la construcción del Reino es pecado. Escudarse en ello para eludir la responsabilidad es fruto de nuestro egoísmo y no de nuestra humildad. 


¿Cómo manejas la indignidad, como excusa o como posibilidad para experimentar la gracia?