Un día Jesús estaba en un pueblo. De pronto llegó un hombre que estaba enfermo de lepra, se inclinó delante de Jesús hasta tocar el suelo con la frente, y le suplicó: Señor, yo sé que tú puedes sanarme. ¿Quieres hacerlo? Jesús extendió la mano, tocó al enfermo y le dijo: ¡Si quiero! ¡Queda sano! (Lucas 5:12 y 13)


Pienso que no había nada peor en la Palestina del tiempo de Jesús que padecer la lepra. Contraer esa enfermedad te convertía en un paría, alguien total y completamente marginado de la vida social. Expulsados de sus familias, de sus comunidades y de todo contacto con la gente sana. Sus únicas relaciones sociales eran otros enfermos, con los cuales acostumbraban a vivir en grupos, dejados a su suerte y a la caridad de sus familias que les proveían alimentación. 

A esta marginación social debemos de añadir los efectos físicos de una enfermedad que causaba, antes de producir la muerte, tremendas deformidades en los cuerpos de los enfermos convirtiéndolos en auténticos monstruos. Añadamos además las implicaciones espirituales de la enfermedad. La lepra era con frecuencia considerada un castigo por el pecado de la persona. Lepra y pecador eran dos conceptos que iban de la mano.

Este hombre se saltó todas las convenciones sociales y sanitarias y se plantó delante de Jesús. Como leproso estaba obligado a evitar a las personas sanas; si tenía la necesidad de desplazarse debía anunciarlo a gritos para que todo el mundo pudiera evitarlo. Pero lo que realmente es reseñable aquí es que Jesús no lo rechazó, no lo reprendió por su osadía, no lo evitó para no contraer la enfermedad. Lo que es sorprendente es que Jesús lo acogió, lo tocó y lo sanó. Y quiero hacer énfasis en el hecho de tocar al enfermo. Aquello era totalmente innecesario para sanarlo, no era preciso correr riesgos ¿Por qué pues lo tocó? Eso será el objeto de otra reflexión.

Rescato de este encuentro que nadie debe ser considerado indigno de acercarse a Jesús. Que Él acepta a todos sin tener en cuenta prejuicios sociales, religiosos, políticos, económicos o de cualquier otro tipo. Quiero tener esa actitud de Jesús de acogida sin reservas. No quiero rechazar a nadie que Él no rechazaría, aunque eso, reconozco, supone luchar con mis prejuicios.

¿Qué personas o colectivos hay en tu entorno que Jesús no rechazaría pero tú si lo haces?


 



Un día Jesús estaba en un pueblo. De pronto llegó un hombre que estaba enfermo de lepra, se inclinó delante de Jesús hasta tocar el suelo con la frente, y le suplicó: Señor, yo sé que tú puedes sanarme. ¿Quieres hacerlo? Jesús extendió la mano, tocó al enfermo y le dijo: ¡Si quiero! ¡Queda sano! (Lucas 5:12 y 13)


Pienso que no había nada peor en la Palestina del tiempo de Jesús que padecer la lepra. Contraer esa enfermedad te convertía en un paría, alguien total y completamente marginado de la vida social. Expulsados de sus familias, de sus comunidades y de todo contacto con la gente sana. Sus únicas relaciones sociales eran otros enfermos, con los cuales acostumbraban a vivir en grupos, dejados a su suerte y a la caridad de sus familias que les proveían alimentación. 

A esta marginación social debemos de añadir los efectos físicos de una enfermedad que causaba, antes de producir la muerte, tremendas deformidades en los cuerpos de los enfermos convirtiéndolos en auténticos monstruos. Añadamos además las implicaciones espirituales de la enfermedad. La lepra era con frecuencia considerada un castigo por el pecado de la persona. Lepra y pecador eran dos conceptos que iban de la mano.

Este hombre se saltó todas las convenciones sociales y sanitarias y se plantó delante de Jesús. Como leproso estaba obligado a evitar a las personas sanas; si tenía la necesidad de desplazarse debía anunciarlo a gritos para que todo el mundo pudiera evitarlo. Pero lo que realmente es reseñable aquí es que Jesús no lo rechazó, no lo reprendió por su osadía, no lo evitó para no contraer la enfermedad. Lo que es sorprendente es que Jesús lo acogió, lo tocó y lo sanó. Y quiero hacer énfasis en el hecho de tocar al enfermo. Aquello era totalmente innecesario para sanarlo, no era preciso correr riesgos ¿Por qué pues lo tocó? Eso será el objeto de otra reflexión.

Rescato de este encuentro que nadie debe ser considerado indigno de acercarse a Jesús. Que Él acepta a todos sin tener en cuenta prejuicios sociales, religiosos, políticos, económicos o de cualquier otro tipo. Quiero tener esa actitud de Jesús de acogida sin reservas. No quiero rechazar a nadie que Él no rechazaría, aunque eso, reconozco, supone luchar con mis prejuicios.

¿Qué personas o colectivos hay en tu entorno que Jesús no rechazaría pero tú si lo haces?


 



Un día Jesús estaba en un pueblo. De pronto llegó un hombre que estaba enfermo de lepra, se inclinó delante de Jesús hasta tocar el suelo con la frente, y le suplicó: Señor, yo sé que tú puedes sanarme. ¿Quieres hacerlo? Jesús extendió la mano, tocó al enfermo y le dijo: ¡Si quiero! ¡Queda sano! (Lucas 5:12 y 13)


Pienso que no había nada peor en la Palestina del tiempo de Jesús que padecer la lepra. Contraer esa enfermedad te convertía en un paría, alguien total y completamente marginado de la vida social. Expulsados de sus familias, de sus comunidades y de todo contacto con la gente sana. Sus únicas relaciones sociales eran otros enfermos, con los cuales acostumbraban a vivir en grupos, dejados a su suerte y a la caridad de sus familias que les proveían alimentación. 

A esta marginación social debemos de añadir los efectos físicos de una enfermedad que causaba, antes de producir la muerte, tremendas deformidades en los cuerpos de los enfermos convirtiéndolos en auténticos monstruos. Añadamos además las implicaciones espirituales de la enfermedad. La lepra era con frecuencia considerada un castigo por el pecado de la persona. Lepra y pecador eran dos conceptos que iban de la mano.

Este hombre se saltó todas las convenciones sociales y sanitarias y se plantó delante de Jesús. Como leproso estaba obligado a evitar a las personas sanas; si tenía la necesidad de desplazarse debía anunciarlo a gritos para que todo el mundo pudiera evitarlo. Pero lo que realmente es reseñable aquí es que Jesús no lo rechazó, no lo reprendió por su osadía, no lo evitó para no contraer la enfermedad. Lo que es sorprendente es que Jesús lo acogió, lo tocó y lo sanó. Y quiero hacer énfasis en el hecho de tocar al enfermo. Aquello era totalmente innecesario para sanarlo, no era preciso correr riesgos ¿Por qué pues lo tocó? Eso será el objeto de otra reflexión.

Rescato de este encuentro que nadie debe ser considerado indigno de acercarse a Jesús. Que Él acepta a todos sin tener en cuenta prejuicios sociales, religiosos, políticos, económicos o de cualquier otro tipo. Quiero tener esa actitud de Jesús de acogida sin reservas. No quiero rechazar a nadie que Él no rechazaría, aunque eso, reconozco, supone luchar con mis prejuicios.

¿Qué personas o colectivos hay en tu entorno que Jesús no rechazaría pero tú si lo haces?