Señor, a ti te llamo; no me ignores fortaleza mía, que si tú no me hablas seré como los muertos. (28:1)

Bendito sea el Señor que escucha mi grito de súplica. El Señor es mi fortaleza y mi escudo, en él mi corazón confía. (28:6.7)

Que contraste tan interesante. En el mismo poema el escritor pasa de sentirse ignorado por el Señor a sentirse escuchado y atendido por Él. ¡Qué viaje emocional!, ¡Qué cambio de perspectiva! Sin embargo, creo que es algo muy habitual en muchos de nosotros. Se afirma que no vemos el mundo y la realidad tal y como es, sino tal y como somos nosotros; la deformamos, la interpretamos a la luz de quiénes somos. 

Del mismo modo creo que no experimentamos a Dios tal y como es, sino tal y como somos nosotros y nuestro pobre corazón afectado por el pecado. Él nunca cambia, su amor es inalterable. Nada de lo que podamos hacer o dejar de hacer afecta su amor incondicional hacia nosotros. No nos ama porque no hay pecado en nosotros, lo hace abrazándonos en nuestra totalidad, con nuestro pecado. Lo que si que cambia es nuestra experiencia de ese amor incondicional. Hay días, como refleja David, que lo experimentamos y nos gozamos en ello. Otros, sin embargo, sentimos que Él no puede amar a alguien como nosotros y montamos todo tipo de estrategias para lidiar con esos sentimientos. Él no cambia, nosotros sí. Su amor es inalterable, nuestra experiencia de su amor sí. Tiene, por tanto, razón el apóstol cuando afirma que nosotros andamos por confianza y no por emociones.

¿Qué puedes hacer cuando no te sientas amado y aceptado por el Señor?

 



Señor, a ti te llamo; no me ignores fortaleza mía, que si tú no me hablas seré como los muertos. (28:1)

Bendito sea el Señor que escucha mi grito de súplica. El Señor es mi fortaleza y mi escudo, en él mi corazón confía. (28:6.7)

Que contraste tan interesante. En el mismo poema el escritor pasa de sentirse ignorado por el Señor a sentirse escuchado y atendido por Él. ¡Qué viaje emocional!, ¡Qué cambio de perspectiva! Sin embargo, creo que es algo muy habitual en muchos de nosotros. Se afirma que no vemos el mundo y la realidad tal y como es, sino tal y como somos nosotros; la deformamos, la interpretamos a la luz de quiénes somos. 

Del mismo modo creo que no experimentamos a Dios tal y como es, sino tal y como somos nosotros y nuestro pobre corazón afectado por el pecado. Él nunca cambia, su amor es inalterable. Nada de lo que podamos hacer o dejar de hacer afecta su amor incondicional hacia nosotros. No nos ama porque no hay pecado en nosotros, lo hace abrazándonos en nuestra totalidad, con nuestro pecado. Lo que si que cambia es nuestra experiencia de ese amor incondicional. Hay días, como refleja David, que lo experimentamos y nos gozamos en ello. Otros, sin embargo, sentimos que Él no puede amar a alguien como nosotros y montamos todo tipo de estrategias para lidiar con esos sentimientos. Él no cambia, nosotros sí. Su amor es inalterable, nuestra experiencia de su amor sí. Tiene, por tanto, razón el apóstol cuando afirma que nosotros andamos por confianza y no por emociones.

¿Qué puedes hacer cuando no te sientas amado y aceptado por el Señor?

 



Señor, a ti te llamo; no me ignores fortaleza mía, que si tú no me hablas seré como los muertos. (28:1)

Bendito sea el Señor que escucha mi grito de súplica. El Señor es mi fortaleza y mi escudo, en él mi corazón confía. (28:6.7)

Que contraste tan interesante. En el mismo poema el escritor pasa de sentirse ignorado por el Señor a sentirse escuchado y atendido por Él. ¡Qué viaje emocional!, ¡Qué cambio de perspectiva! Sin embargo, creo que es algo muy habitual en muchos de nosotros. Se afirma que no vemos el mundo y la realidad tal y como es, sino tal y como somos nosotros; la deformamos, la interpretamos a la luz de quiénes somos. 

Del mismo modo creo que no experimentamos a Dios tal y como es, sino tal y como somos nosotros y nuestro pobre corazón afectado por el pecado. Él nunca cambia, su amor es inalterable. Nada de lo que podamos hacer o dejar de hacer afecta su amor incondicional hacia nosotros. No nos ama porque no hay pecado en nosotros, lo hace abrazándonos en nuestra totalidad, con nuestro pecado. Lo que si que cambia es nuestra experiencia de ese amor incondicional. Hay días, como refleja David, que lo experimentamos y nos gozamos en ello. Otros, sin embargo, sentimos que Él no puede amar a alguien como nosotros y montamos todo tipo de estrategias para lidiar con esos sentimientos. Él no cambia, nosotros sí. Su amor es inalterable, nuestra experiencia de su amor sí. Tiene, por tanto, razón el apóstol cuando afirma que nosotros andamos por confianza y no por emociones.

¿Qué puedes hacer cuando no te sientas amado y aceptado por el Señor?