Líbranos, perdona nuestros pecados haciendo honor a tu nombre. (Salmo 79:9)


Percibo dos peligros con el pecado. El primero, es racionalizarlo, justificarlo. Es decir, sabemos que está mal, que es una ofensa contra Dios y que nos destruye a nosotros mismos y/o nuestras relaciones, sin embargo, tratamos de explicarnos a nosotros mismos el porqué lo hemos hecho o lo continuamos haciendo. Saber que está mal nos produce una disonancia, una tensión cognitiva con nuestros valores y, por lo tanto, necesitamos rebajarla, aliviarla. Para ello, nuestro cerebro articula un buen discurso que nos haga sentirnos mejor. No digo que esté bien, pero al menos, todavía hay cierta conciencia de pecado.

El segundo, es cuando el pecado está ya tan incorporado en nuestras vidas que ni siquiera ya tenemos conciencia de ello, no nos genera culpa, no nos preocupa porque se ha convertido en la nueva normalidad. Es bien conocida la anécdota de cómo se puede hervir una rana. Si lanzamos la rana (pobre animal) en un cazo con agua hirviendo, el contacto con el agua hará que la rana salte disparada fuera de la misma para proteger su vida. La estrategia es diferente, debe ponerse a la rana en un recipiente con agua fría y a fuego lento, muy lento, permitir que la temperatura vaya subiendo gradualmente. Cuando el animal intente reaccionar será demasiado tarde para él y acabará, lamentablemente, hervido.

Así puede suceder con el pecado, una vez lo aceptamos y, aunque produzca la disonancia o tensión cognitiva de la que hablé antes, la soportamos; esto hace que la próxima vez nos sea más fácil pecar. Poco a poco nos vamos acostumbrando a ese hábito, ese pensamiento, ese valor, esa actitud, esa omisión en nuestras vidas. Al cabo de un tiempo ya forma parte de nosotros mismos y, ni siquiera, la podemos detectar como algo dañino.

Creo que hay tiempos en nuestras vidas en los que precisamos venir ante el Señor y pedirle que nos libre, que nos libere de nuestras justificaciones, que nos libere de nuestra insensibilidad hacia el pecado, que tengamos la valentía de reconocerlo, entonces y solo entonces podremos pedir y experimentar el perdón del Señor.


¿Cuál es tu reto con respecto al pecado?

 



Líbranos, perdona nuestros pecados haciendo honor a tu nombre. (Salmo 79:9)


Percibo dos peligros con el pecado. El primero, es racionalizarlo, justificarlo. Es decir, sabemos que está mal, que es una ofensa contra Dios y que nos destruye a nosotros mismos y/o nuestras relaciones, sin embargo, tratamos de explicarnos a nosotros mismos el porqué lo hemos hecho o lo continuamos haciendo. Saber que está mal nos produce una disonancia, una tensión cognitiva con nuestros valores y, por lo tanto, necesitamos rebajarla, aliviarla. Para ello, nuestro cerebro articula un buen discurso que nos haga sentirnos mejor. No digo que esté bien, pero al menos, todavía hay cierta conciencia de pecado.

El segundo, es cuando el pecado está ya tan incorporado en nuestras vidas que ni siquiera ya tenemos conciencia de ello, no nos genera culpa, no nos preocupa porque se ha convertido en la nueva normalidad. Es bien conocida la anécdota de cómo se puede hervir una rana. Si lanzamos la rana (pobre animal) en un cazo con agua hirviendo, el contacto con el agua hará que la rana salte disparada fuera de la misma para proteger su vida. La estrategia es diferente, debe ponerse a la rana en un recipiente con agua fría y a fuego lento, muy lento, permitir que la temperatura vaya subiendo gradualmente. Cuando el animal intente reaccionar será demasiado tarde para él y acabará, lamentablemente, hervido.

Así puede suceder con el pecado, una vez lo aceptamos y, aunque produzca la disonancia o tensión cognitiva de la que hablé antes, la soportamos; esto hace que la próxima vez nos sea más fácil pecar. Poco a poco nos vamos acostumbrando a ese hábito, ese pensamiento, ese valor, esa actitud, esa omisión en nuestras vidas. Al cabo de un tiempo ya forma parte de nosotros mismos y, ni siquiera, la podemos detectar como algo dañino.

Creo que hay tiempos en nuestras vidas en los que precisamos venir ante el Señor y pedirle que nos libre, que nos libere de nuestras justificaciones, que nos libere de nuestra insensibilidad hacia el pecado, que tengamos la valentía de reconocerlo, entonces y solo entonces podremos pedir y experimentar el perdón del Señor.


¿Cuál es tu reto con respecto al pecado?

 



Líbranos, perdona nuestros pecados haciendo honor a tu nombre. (Salmo 79:9)


Percibo dos peligros con el pecado. El primero, es racionalizarlo, justificarlo. Es decir, sabemos que está mal, que es una ofensa contra Dios y que nos destruye a nosotros mismos y/o nuestras relaciones, sin embargo, tratamos de explicarnos a nosotros mismos el porqué lo hemos hecho o lo continuamos haciendo. Saber que está mal nos produce una disonancia, una tensión cognitiva con nuestros valores y, por lo tanto, necesitamos rebajarla, aliviarla. Para ello, nuestro cerebro articula un buen discurso que nos haga sentirnos mejor. No digo que esté bien, pero al menos, todavía hay cierta conciencia de pecado.

El segundo, es cuando el pecado está ya tan incorporado en nuestras vidas que ni siquiera ya tenemos conciencia de ello, no nos genera culpa, no nos preocupa porque se ha convertido en la nueva normalidad. Es bien conocida la anécdota de cómo se puede hervir una rana. Si lanzamos la rana (pobre animal) en un cazo con agua hirviendo, el contacto con el agua hará que la rana salte disparada fuera de la misma para proteger su vida. La estrategia es diferente, debe ponerse a la rana en un recipiente con agua fría y a fuego lento, muy lento, permitir que la temperatura vaya subiendo gradualmente. Cuando el animal intente reaccionar será demasiado tarde para él y acabará, lamentablemente, hervido.

Así puede suceder con el pecado, una vez lo aceptamos y, aunque produzca la disonancia o tensión cognitiva de la que hablé antes, la soportamos; esto hace que la próxima vez nos sea más fácil pecar. Poco a poco nos vamos acostumbrando a ese hábito, ese pensamiento, ese valor, esa actitud, esa omisión en nuestras vidas. Al cabo de un tiempo ya forma parte de nosotros mismos y, ni siquiera, la podemos detectar como algo dañino.

Creo que hay tiempos en nuestras vidas en los que precisamos venir ante el Señor y pedirle que nos libre, que nos libere de nuestras justificaciones, que nos libere de nuestra insensibilidad hacia el pecado, que tengamos la valentía de reconocerlo, entonces y solo entonces podremos pedir y experimentar el perdón del Señor.


¿Cuál es tu reto con respecto al pecado?

 



Líbranos, perdona nuestros pecados haciendo honor a tu nombre. (Salmo 79:9)


Percibo dos peligros con el pecado. El primero, es racionalizarlo, justificarlo. Es decir, sabemos que está mal, que es una ofensa contra Dios y que nos destruye a nosotros mismos y/o nuestras relaciones, sin embargo, tratamos de explicarnos a nosotros mismos el porqué lo hemos hecho o lo continuamos haciendo. Saber que está mal nos produce una disonancia, una tensión cognitiva con nuestros valores y, por lo tanto, necesitamos rebajarla, aliviarla. Para ello, nuestro cerebro articula un buen discurso que nos haga sentirnos mejor. No digo que esté bien, pero al menos, todavía hay cierta conciencia de pecado.

El segundo, es cuando el pecado está ya tan incorporado en nuestras vidas que ni siquiera ya tenemos conciencia de ello, no nos genera culpa, no nos preocupa porque se ha convertido en la nueva normalidad. Es bien conocida la anécdota de cómo se puede hervir una rana. Si lanzamos la rana (pobre animal) en un cazo con agua hirviendo, el contacto con el agua hará que la rana salte disparada fuera de la misma para proteger su vida. La estrategia es diferente, debe ponerse a la rana en un recipiente con agua fría y a fuego lento, muy lento, permitir que la temperatura vaya subiendo gradualmente. Cuando el animal intente reaccionar será demasiado tarde para él y acabará, lamentablemente, hervido.

Así puede suceder con el pecado, una vez lo aceptamos y, aunque produzca la disonancia o tensión cognitiva de la que hablé antes, la soportamos; esto hace que la próxima vez nos sea más fácil pecar. Poco a poco nos vamos acostumbrando a ese hábito, ese pensamiento, ese valor, esa actitud, esa omisión en nuestras vidas. Al cabo de un tiempo ya forma parte de nosotros mismos y, ni siquiera, la podemos detectar como algo dañino.

Creo que hay tiempos en nuestras vidas en los que precisamos venir ante el Señor y pedirle que nos libre, que nos libere de nuestras justificaciones, que nos libere de nuestra insensibilidad hacia el pecado, que tengamos la valentía de reconocerlo, entonces y solo entonces podremos pedir y experimentar el perdón del Señor.


¿Cuál es tu reto con respecto al pecado?