Confía en el Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propio entendimiento. —Proverbios 3:5

Toda confianza implica un riesgo, pues, de algún modo, cuando confías en alguien te pones en sus manos. Pienso, por ejemplo, cuando voy juntamente con Sara, mi esposa, en el automóvil y es ella la que conduce. Lo hace mejor que yo, sin embargo, cuando uno no tiene el control siempre hay un ingrediente de tensión y preocupación, cuesta más relajarse, se pisa instintivamente un inexistente freno en el asiento del copiloto.

Al transferirlo a la vida sucede lo mismo. ¿Cómo voy a confiar en el Señor si yo veo las cosas de forma diferente? ¿Cómo voy a dejar mi vida en sus manos si la lógica, la mía por supuesto, me dice que lo que Dios me pide carece de todo sentido? ¿Qué sabrá Dios acerca de la vida en general y la mía en particular? ¿Por qué voy a molestarme en averi- guar qué piensa, qué cree, qué advierte acerca de determinadas situaciones vitales?

Nosotros somos inteligentes, instintivos, sutiles y, naturalmente egoístas. Por tanto, ¿Por qué habríamos de preocuparnos de lo que Dios piense y, mucho menos de confiarle nuestras vidas? Vivamos según nuestros criterios pues, al fin y al cabo, siempre podremos culpar a Dios de no habernos bendecido, de no haber satisfecho nuestras expectativas, de que nos pase lo que nos está pasando.

La Cuaresma se hace larga, soy consciente, y tanta reflexión, sin duda, llega a cansar, pero una vida no reflexionada, como decían los antiguos, no es digna de ser vivida.

¿En qué o quién confías?
¿Cuán digno es de tu confianza?  ¿En qué situaciones estás experimentando un conflicto entre tu opinión y la de Dios? ¿Qué vas a hacer al respecto?


 



Confía en el Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propio entendimiento. —Proverbios 3:5

Toda confianza implica un riesgo, pues, de algún modo, cuando confías en alguien te pones en sus manos. Pienso, por ejemplo, cuando voy juntamente con Sara, mi esposa, en el automóvil y es ella la que conduce. Lo hace mejor que yo, sin embargo, cuando uno no tiene el control siempre hay un ingrediente de tensión y preocupación, cuesta más relajarse, se pisa instintivamente un inexistente freno en el asiento del copiloto.

Al transferirlo a la vida sucede lo mismo. ¿Cómo voy a confiar en el Señor si yo veo las cosas de forma diferente? ¿Cómo voy a dejar mi vida en sus manos si la lógica, la mía por supuesto, me dice que lo que Dios me pide carece de todo sentido? ¿Qué sabrá Dios acerca de la vida en general y la mía en particular? ¿Por qué voy a molestarme en averi- guar qué piensa, qué cree, qué advierte acerca de determinadas situaciones vitales?

Nosotros somos inteligentes, instintivos, sutiles y, naturalmente egoístas. Por tanto, ¿Por qué habríamos de preocuparnos de lo que Dios piense y, mucho menos de confiarle nuestras vidas? Vivamos según nuestros criterios pues, al fin y al cabo, siempre podremos culpar a Dios de no habernos bendecido, de no haber satisfecho nuestras expectativas, de que nos pase lo que nos está pasando.

La Cuaresma se hace larga, soy consciente, y tanta reflexión, sin duda, llega a cansar, pero una vida no reflexionada, como decían los antiguos, no es digna de ser vivida.

¿En qué o quién confías?
¿Cuán digno es de tu confianza?  ¿En qué situaciones estás experimentando un conflicto entre tu opinión y la de Dios? ¿Qué vas a hacer al respecto?


 



Confía en el Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propio entendimiento. —Proverbios 3:5

Toda confianza implica un riesgo, pues, de algún modo, cuando confías en alguien te pones en sus manos. Pienso, por ejemplo, cuando voy juntamente con Sara, mi esposa, en el automóvil y es ella la que conduce. Lo hace mejor que yo, sin embargo, cuando uno no tiene el control siempre hay un ingrediente de tensión y preocupación, cuesta más relajarse, se pisa instintivamente un inexistente freno en el asiento del copiloto.

Al transferirlo a la vida sucede lo mismo. ¿Cómo voy a confiar en el Señor si yo veo las cosas de forma diferente? ¿Cómo voy a dejar mi vida en sus manos si la lógica, la mía por supuesto, me dice que lo que Dios me pide carece de todo sentido? ¿Qué sabrá Dios acerca de la vida en general y la mía en particular? ¿Por qué voy a molestarme en averi- guar qué piensa, qué cree, qué advierte acerca de determinadas situaciones vitales?

Nosotros somos inteligentes, instintivos, sutiles y, naturalmente egoístas. Por tanto, ¿Por qué habríamos de preocuparnos de lo que Dios piense y, mucho menos de confiarle nuestras vidas? Vivamos según nuestros criterios pues, al fin y al cabo, siempre podremos culpar a Dios de no habernos bendecido, de no haber satisfecho nuestras expectativas, de que nos pase lo que nos está pasando.

La Cuaresma se hace larga, soy consciente, y tanta reflexión, sin duda, llega a cansar, pero una vida no reflexionada, como decían los antiguos, no es digna de ser vivida.

¿En qué o quién confías?
¿Cuán digno es de tu confianza?  ¿En qué situaciones estás experimentando un conflicto entre tu opinión y la de Dios? ¿Qué vas a hacer al respecto?