Porque, ¿quién te hace a ti mejor que los demás? ¿qué tienes que no haya recibido? Y si todo lo que tienes lo has recibido. ¿a qué viene presumir como si fuera tuyo? (1 Corintios 4:7)


Cuando Félix Ortiz era un niño que asistía a la escuela primaria era notoria su debilidad y poco desarrollo físico. Esto lo convertía en el foco de diversión de los abusadores de clase, los que imponían su ley sobre los más frágiles. Como tantos otros me vi obligado a desarrollar mis mecanismos de defensa y compensación, ser intelectualmente mejor y superior a aquellos matones de clase.

Con el paso de los años este instinto de supervivencia se ha ido perfeccionando más y más, se ha sofisticado en extremo, convirtiéndose en una necesidad constante de medirme con los demás y que esa comparación resulte, evidentemente, favorable para mí. Se hace de dos maneras: resaltando mis méritos para que quede claro que soy superior al otro y, si eso no es posible, disminuyendo, minimizando los méritos del otro. Lo resume muy bien la frase de la parábola del fariseo y el publicano Señor, te doy gracias porque no soy como ese publicano.

Uno ha de gastar una gran cantidad de energía emocional, mental e incluso espiritual en esta competencia. Es preciso ya que la validación como persona depende del exterior, de ser mejor que....

No ha sido fácil desprenderse de eso. Aprender que mi valor como persona no depende exterior, de la comparación y los resultados de la misma; más bien de lo que Dios ha hecho por mí y dice de mí. Se me ha dado lo que el Señor ha querido. Mis dones, habilidades, capacidades y competencias provienen de Él, no hay por tanto motivo para sentirme ni mejor ni superior; tan solo contento de que Jesús me valida y, por tanto, ya no necesito competir y comparar. Aunque, seamos sinceros, en ocasiones, el monstruo todavía acecha.

¿De dónde viene tu validación?

 



Porque, ¿quién te hace a ti mejor que los demás? ¿qué tienes que no haya recibido? Y si todo lo que tienes lo has recibido. ¿a qué viene presumir como si fuera tuyo? (1 Corintios 4:7)


Cuando Félix Ortiz era un niño que asistía a la escuela primaria era notoria su debilidad y poco desarrollo físico. Esto lo convertía en el foco de diversión de los abusadores de clase, los que imponían su ley sobre los más frágiles. Como tantos otros me vi obligado a desarrollar mis mecanismos de defensa y compensación, ser intelectualmente mejor y superior a aquellos matones de clase.

Con el paso de los años este instinto de supervivencia se ha ido perfeccionando más y más, se ha sofisticado en extremo, convirtiéndose en una necesidad constante de medirme con los demás y que esa comparación resulte, evidentemente, favorable para mí. Se hace de dos maneras: resaltando mis méritos para que quede claro que soy superior al otro y, si eso no es posible, disminuyendo, minimizando los méritos del otro. Lo resume muy bien la frase de la parábola del fariseo y el publicano Señor, te doy gracias porque no soy como ese publicano.

Uno ha de gastar una gran cantidad de energía emocional, mental e incluso espiritual en esta competencia. Es preciso ya que la validación como persona depende del exterior, de ser mejor que....

No ha sido fácil desprenderse de eso. Aprender que mi valor como persona no depende exterior, de la comparación y los resultados de la misma; más bien de lo que Dios ha hecho por mí y dice de mí. Se me ha dado lo que el Señor ha querido. Mis dones, habilidades, capacidades y competencias provienen de Él, no hay por tanto motivo para sentirme ni mejor ni superior; tan solo contento de que Jesús me valida y, por tanto, ya no necesito competir y comparar. Aunque, seamos sinceros, en ocasiones, el monstruo todavía acecha.

¿De dónde viene tu validación?

 



Porque, ¿quién te hace a ti mejor que los demás? ¿qué tienes que no haya recibido? Y si todo lo que tienes lo has recibido. ¿a qué viene presumir como si fuera tuyo? (1 Corintios 4:7)


Cuando Félix Ortiz era un niño que asistía a la escuela primaria era notoria su debilidad y poco desarrollo físico. Esto lo convertía en el foco de diversión de los abusadores de clase, los que imponían su ley sobre los más frágiles. Como tantos otros me vi obligado a desarrollar mis mecanismos de defensa y compensación, ser intelectualmente mejor y superior a aquellos matones de clase.

Con el paso de los años este instinto de supervivencia se ha ido perfeccionando más y más, se ha sofisticado en extremo, convirtiéndose en una necesidad constante de medirme con los demás y que esa comparación resulte, evidentemente, favorable para mí. Se hace de dos maneras: resaltando mis méritos para que quede claro que soy superior al otro y, si eso no es posible, disminuyendo, minimizando los méritos del otro. Lo resume muy bien la frase de la parábola del fariseo y el publicano Señor, te doy gracias porque no soy como ese publicano.

Uno ha de gastar una gran cantidad de energía emocional, mental e incluso espiritual en esta competencia. Es preciso ya que la validación como persona depende del exterior, de ser mejor que....

No ha sido fácil desprenderse de eso. Aprender que mi valor como persona no depende exterior, de la comparación y los resultados de la misma; más bien de lo que Dios ha hecho por mí y dice de mí. Se me ha dado lo que el Señor ha querido. Mis dones, habilidades, capacidades y competencias provienen de Él, no hay por tanto motivo para sentirme ni mejor ni superior; tan solo contento de que Jesús me valida y, por tanto, ya no necesito competir y comparar. Aunque, seamos sinceros, en ocasiones, el monstruo todavía acecha.

¿De dónde viene tu validación?