Señor, por la mañana escuchas mi súplica; de madrugada ante ti la presento y me quedo esperando. (Salmo 5:4)

Recientemente he leído un libro acerca de los hábitos y su poder para moldear nuestras vidas, tanto los buenos como los malos. Afirma el autor que el cerebro trata de automatizar cuantas más conductas le sea posible; lo hace a fin de ahorrar esfuerzos y poderse dedicar a tareas más complejas que requieren más esfuerzo intelectual y mental por nuestra parte. La práctica continua de una determinada conducta acaba incorporándose a nuestras pautas de comportamiento y, lo que es mejor o peor según se mire y de que hábito se trate, acabamos siendo aquello que practicamos.

Si lo observamos bien todos nosotros tenemos unos determinados hábitos que practicamos seguramente la mayoría si no todos los días. En mi caso, me levanto, voy al baño, preparo el café y paso un tiempo con Dios; un rato que consiste en leer su Palabra, poner el día en sus manos y escribir mis pensamientos en mi blog. Forma parte de quién soy, de cómo vivo y no puedo pasar sin ello. No puedo concebir mi día sin el café matutino, pero tampoco puedo concebirlo sin mi tiempo diario temprano en la mañana con el Señor. 

Pienso que el salmista nos propone en el salmo que comencemos el día con Dios, viniendo ante su presencia, relacionándonos con Él y, lo que es más importante, proyectando el día e invitando al Señor a unirse a nosotros en todo aquello que haremos; pidiendo su sabiduría, discernimiento y ayuda para honrarle en todo lo que haremos o dejaremos de hacer, en nuestras relaciones, en nuestras decisiones; vivir, en definitiva, de una manera digna de Él. Una forma diferente de empezar el día que, a la larga, se convertirá en un hábito, una forma de vivir.


¿Cómo comienza tu día? ¿De qué modo está el Señor presente a lo largo del mismo? ¿Cómo cambiaría si comenzaras de la forma que propone el salmista? ¿Qué puedes o debes hacer al respecto?



Señor, por la mañana escuchas mi súplica; de madrugada ante ti la presento y me quedo esperando. (Salmo 5:4)

Recientemente he leído un libro acerca de los hábitos y su poder para moldear nuestras vidas, tanto los buenos como los malos. Afirma el autor que el cerebro trata de automatizar cuantas más conductas le sea posible; lo hace a fin de ahorrar esfuerzos y poderse dedicar a tareas más complejas que requieren más esfuerzo intelectual y mental por nuestra parte. La práctica continua de una determinada conducta acaba incorporándose a nuestras pautas de comportamiento y, lo que es mejor o peor según se mire y de que hábito se trate, acabamos siendo aquello que practicamos.

Si lo observamos bien todos nosotros tenemos unos determinados hábitos que practicamos seguramente la mayoría si no todos los días. En mi caso, me levanto, voy al baño, preparo el café y paso un tiempo con Dios; un rato que consiste en leer su Palabra, poner el día en sus manos y escribir mis pensamientos en mi blog. Forma parte de quién soy, de cómo vivo y no puedo pasar sin ello. No puedo concebir mi día sin el café matutino, pero tampoco puedo concebirlo sin mi tiempo diario temprano en la mañana con el Señor. 

Pienso que el salmista nos propone en el salmo que comencemos el día con Dios, viniendo ante su presencia, relacionándonos con Él y, lo que es más importante, proyectando el día e invitando al Señor a unirse a nosotros en todo aquello que haremos; pidiendo su sabiduría, discernimiento y ayuda para honrarle en todo lo que haremos o dejaremos de hacer, en nuestras relaciones, en nuestras decisiones; vivir, en definitiva, de una manera digna de Él. Una forma diferente de empezar el día que, a la larga, se convertirá en un hábito, una forma de vivir.


¿Cómo comienza tu día? ¿De qué modo está el Señor presente a lo largo del mismo? ¿Cómo cambiaría si comenzaras de la forma que propone el salmista? ¿Qué puedes o debes hacer al respecto?