Porque a quienes Dios conoció de antemano, los destinó también desde el principio a reproducir la imagen de su Hijo, que había de ser el primogénito entre muchos hermanos (Romanos 8:29)


La identidad es una cuestión vital. Hay personas que la definen por lo que hacen. Otras, sin embargo, su identidad define lo que hacen. Parece un juego de palabras pero no lo es ¡En absoluto! Muchas personas, carentes de una identidad clara y segura, la construyen en base a lo que hacen, a lo que obtienen. Sus logros, sus éxitos, los roles que desempeñan, el reconocimiento de los demás es la fuente sobre la cual van construyendo su identidad. Son válidos, son dignos, son valiosos, tienen sentido en la medida en que continuando logrando cosas y desempañando roles. Esto sucede también entre los cristianos y se da, digamos con más frecuencia, entre los líderes cristianos. Su servicio a Dios es, en el fondo, lo que determina su valor. Aparentemente puede parecer que están sirviendo al Señor, sin embargo, una mirada más crítica y atenta nos mostraría que, realmente, estamos formando nuestra identidad. Lo que logramos por medio del ministerio nos valida como personas.

Nuestra identidad está, según la Biblia, definida por Dios. Somos seres únicos, singulares, excepcionales. Llamados por Él para desarrollar en nosotros la imagen de su Hijo Jesús. Nuestro sentido de dignidad, valor, sentido, significado y propósito no es dado de forma graciosa y gratuita, no lo construimos, solo lo recibimos. Es, precisamente, a partir de esta identidad otorgada y segura en Dios que podemos comenzar a actuar a obrar, a vivir, a desempeñar. Lo que hacemos no define ni construye lo que somos. Antes al contrario, lo que somos ya en Cristo define cómo actuamos. Obramos desde nuestra identidad, no para construirla.

No hay diferencia externa entre ambas maneras de afrontar la vida. Para un observador objetivo, ambas personas viven de la misma manera, actúan del mismo modo, se desempeñan por igual. La diferencia, la gran diferencia, está en el interior. Una trata de construir su identidad -su falso yo- a fuerza de hacer. La otra, vive su realidad -su verdadero yo- desde un interior que le mueve a obrar. Parece igual pero no es lo mismo.


Porque a quienes Dios conoció de antemano, los destinó también desde el principio a reproducir la imagen de su Hijo, que había de ser el primogénito entre muchos hermanos (Romanos 8:29)


La identidad es una cuestión vital. Hay personas que la definen por lo que hacen. Otras, sin embargo, su identidad define lo que hacen. Parece un juego de palabras pero no lo es ¡En absoluto! Muchas personas, carentes de una identidad clara y segura, la construyen en base a lo que hacen, a lo que obtienen. Sus logros, sus éxitos, los roles que desempeñan, el reconocimiento de los demás es la fuente sobre la cual van construyendo su identidad. Son válidos, son dignos, son valiosos, tienen sentido en la medida en que continuando logrando cosas y desempañando roles. Esto sucede también entre los cristianos y se da, digamos con más frecuencia, entre los líderes cristianos. Su servicio a Dios es, en el fondo, lo que determina su valor. Aparentemente puede parecer que están sirviendo al Señor, sin embargo, una mirada más crítica y atenta nos mostraría que, realmente, estamos formando nuestra identidad. Lo que logramos por medio del ministerio nos valida como personas.

Nuestra identidad está, según la Biblia, definida por Dios. Somos seres únicos, singulares, excepcionales. Llamados por Él para desarrollar en nosotros la imagen de su Hijo Jesús. Nuestro sentido de dignidad, valor, sentido, significado y propósito no es dado de forma graciosa y gratuita, no lo construimos, solo lo recibimos. Es, precisamente, a partir de esta identidad otorgada y segura en Dios que podemos comenzar a actuar a obrar, a vivir, a desempeñar. Lo que hacemos no define ni construye lo que somos. Antes al contrario, lo que somos ya en Cristo define cómo actuamos. Obramos desde nuestra identidad, no para construirla.

No hay diferencia externa entre ambas maneras de afrontar la vida. Para un observador objetivo, ambas personas viven de la misma manera, actúan del mismo modo, se desempeñan por igual. La diferencia, la gran diferencia, está en el interior. Una trata de construir su identidad -su falso yo- a fuerza de hacer. La otra, vive su realidad -su verdadero yo- desde un interior que le mueve a obrar. Parece igual pero no es lo mismo.


Porque a quienes Dios conoció de antemano, los destinó también desde el principio a reproducir la imagen de su Hijo, que había de ser el primogénito entre muchos hermanos (Romanos 8:29)


La identidad es una cuestión vital. Hay personas que la definen por lo que hacen. Otras, sin embargo, su identidad define lo que hacen. Parece un juego de palabras pero no lo es ¡En absoluto! Muchas personas, carentes de una identidad clara y segura, la construyen en base a lo que hacen, a lo que obtienen. Sus logros, sus éxitos, los roles que desempeñan, el reconocimiento de los demás es la fuente sobre la cual van construyendo su identidad. Son válidos, son dignos, son valiosos, tienen sentido en la medida en que continuando logrando cosas y desempañando roles. Esto sucede también entre los cristianos y se da, digamos con más frecuencia, entre los líderes cristianos. Su servicio a Dios es, en el fondo, lo que determina su valor. Aparentemente puede parecer que están sirviendo al Señor, sin embargo, una mirada más crítica y atenta nos mostraría que, realmente, estamos formando nuestra identidad. Lo que logramos por medio del ministerio nos valida como personas.

Nuestra identidad está, según la Biblia, definida por Dios. Somos seres únicos, singulares, excepcionales. Llamados por Él para desarrollar en nosotros la imagen de su Hijo Jesús. Nuestro sentido de dignidad, valor, sentido, significado y propósito no es dado de forma graciosa y gratuita, no lo construimos, solo lo recibimos. Es, precisamente, a partir de esta identidad otorgada y segura en Dios que podemos comenzar a actuar a obrar, a vivir, a desempeñar. Lo que hacemos no define ni construye lo que somos. Antes al contrario, lo que somos ya en Cristo define cómo actuamos. Obramos desde nuestra identidad, no para construirla.

No hay diferencia externa entre ambas maneras de afrontar la vida. Para un observador objetivo, ambas personas viven de la misma manera, actúan del mismo modo, se desempeñan por igual. La diferencia, la gran diferencia, está en el interior. Una trata de construir su identidad -su falso yo- a fuerza de hacer. La otra, vive su realidad -su verdadero yo- desde un interior que le mueve a obrar. Parece igual pero no es lo mismo.