Al ver Jesús que los invitados escogían para sí los puestos de honor en la mesa, les dijo a modo de ejemplo: Cuando alguien te invite a un banquete de bodas, no te sientes en el lugar de honor, no sea que entre los invitados haya otro más importante que tú y, cuando llegue el que os invitó a ambos, te diga: “Tienes que dejarle el sitio a este”, y entonces tengas que ir avergonzado a sentarte en el último lugar.  Al contrario, cuanto te inviten, siéntate en el último lugar; así, al llegar el que te invitó, te dirá: “Amigo, sube hasta este lugar de más categoría”. Entonces aumentará tu prestigio delante de los otros invitados.  Porque a todo el que se ensalce a sí mismo, Dios lo humillará; pero al que se humille a sí mismo, Dios lo ensalzará. (Lucas 14:7-11)

La idea central de esta parábola es la humildad. El Diccionario de la Real Academia la define del siguiente modo: "Virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento". Siempre he pensado que es imposible ser humilde sin tener una gran fortaleza interior. Hace falta tener una gran seguridad personal y autoestima para poder ser humilde, sabiendo que la dignidad y el valor propio no nos viene conferido por lo que otros piensen o dejen de pensar de nosotros, por como nos cataloguen o nos perciban. Nuestra dignidad procede del Señor y de sabernos valorados, apreciados, aceptados y acogidos por Él, no en base a ningún tipo de merecimiento, logro o cualquier otra cosa, sino a pesar de nuestra absoluta y total carencia de todo eso. Mi dignidad procede de Dios, de que así Él me considera y, nuevamente, esto al margen de cualquier cosa que yo pueda aportar para ser recipiente de su dignidad. 
Lo que me hace digno no es lo que he hecho y conseguido en la vida; es Dios quien me hace digno y, consecuentemente, todo logro humano no me añade la más mínima dignidad, más bien expresa la que Jesús ya me ha otorgado. Los logros humanos puedo verlos y trabajarlos como expresiones de mi amor hacia el Señor, como ofrendas que le doy y presento como muestra de mi amor y agradecimiento por el estatus de hijo que me ha concedido. Esos logros no son currículum que me permite ganar puntos ante Dios. Son el privilegio de poder utilizar los dones y talentos que me ha concedido para darle reconocimiento a Él y ser un agente de restauración y reconciliación en un mundo roto. Cuando pienso en mis logros personales, que no son pocos, los considero, como diría el apóstol Pablo escribiendo a los filipenses, como basura en comparación con el privilegio de tener una relación personal con el Dios que ha creado y sustenta el universo. No que no los considere buenos o importantes. No, no se trata de eso. Se trata de que no añaden nada a la dignidad que el Señor me ha dado por medio de Jesús.
La parábola también habla acerca de cómo yo me considero a mí mismo y cómo soy considerado por el entorno que me rodea. Es mejor, como enseña Jesús en el relato, ubicarse en el último lugar -sabiendo que eso no afecta para nada nuestra dignidad porque esta viene del Señor-, que colocarse en el lugar de preferencia y luego correr el riesgo que la percepción que otros tienen de nosotros mismos sea inferior a la que nosotros creíamos. Para muchas personas un suceso como el descrito por el Maestro en la parábola sería devastador. No son pocos aquellos que basan su dignidad en el concepto que otros tienen de ellos. No reconocen dignidad en sí mismos, precisan que otros en su entorno se la otorguen debido a sus logros o estatus. 

¿Qué nivel de dignidad estás experimentando? ¿De dónde procede tu dignidad, quién te la otorga?



Al ver Jesús que los invitados escogían para sí los puestos de honor en la mesa, les dijo a modo de ejemplo: Cuando alguien te invite a un banquete de bodas, no te sientes en el lugar de honor, no sea que entre los invitados haya otro más importante que tú y, cuando llegue el que os invitó a ambos, te diga: “Tienes que dejarle el sitio a este”, y entonces tengas que ir avergonzado a sentarte en el último lugar.  Al contrario, cuanto te inviten, siéntate en el último lugar; así, al llegar el que te invitó, te dirá: “Amigo, sube hasta este lugar de más categoría”. Entonces aumentará tu prestigio delante de los otros invitados.  Porque a todo el que se ensalce a sí mismo, Dios lo humillará; pero al que se humille a sí mismo, Dios lo ensalzará. (Lucas 14:7-11)

La idea central de esta parábola es la humildad. El Diccionario de la Real Academia la define del siguiente modo: "Virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento". Siempre he pensado que es imposible ser humilde sin tener una gran fortaleza interior. Hace falta tener una gran seguridad personal y autoestima para poder ser humilde, sabiendo que la dignidad y el valor propio no nos viene conferido por lo que otros piensen o dejen de pensar de nosotros, por como nos cataloguen o nos perciban. Nuestra dignidad procede del Señor y de sabernos valorados, apreciados, aceptados y acogidos por Él, no en base a ningún tipo de merecimiento, logro o cualquier otra cosa, sino a pesar de nuestra absoluta y total carencia de todo eso. Mi dignidad procede de Dios, de que así Él me considera y, nuevamente, esto al margen de cualquier cosa que yo pueda aportar para ser recipiente de su dignidad. 
Lo que me hace digno no es lo que he hecho y conseguido en la vida; es Dios quien me hace digno y, consecuentemente, todo logro humano no me añade la más mínima dignidad, más bien expresa la que Jesús ya me ha otorgado. Los logros humanos puedo verlos y trabajarlos como expresiones de mi amor hacia el Señor, como ofrendas que le doy y presento como muestra de mi amor y agradecimiento por el estatus de hijo que me ha concedido. Esos logros no son currículum que me permite ganar puntos ante Dios. Son el privilegio de poder utilizar los dones y talentos que me ha concedido para darle reconocimiento a Él y ser un agente de restauración y reconciliación en un mundo roto. Cuando pienso en mis logros personales, que no son pocos, los considero, como diría el apóstol Pablo escribiendo a los filipenses, como basura en comparación con el privilegio de tener una relación personal con el Dios que ha creado y sustenta el universo. No que no los considere buenos o importantes. No, no se trata de eso. Se trata de que no añaden nada a la dignidad que el Señor me ha dado por medio de Jesús.
La parábola también habla acerca de cómo yo me considero a mí mismo y cómo soy considerado por el entorno que me rodea. Es mejor, como enseña Jesús en el relato, ubicarse en el último lugar -sabiendo que eso no afecta para nada nuestra dignidad porque esta viene del Señor-, que colocarse en el lugar de preferencia y luego correr el riesgo que la percepción que otros tienen de nosotros mismos sea inferior a la que nosotros creíamos. Para muchas personas un suceso como el descrito por el Maestro en la parábola sería devastador. No son pocos aquellos que basan su dignidad en el concepto que otros tienen de ellos. No reconocen dignidad en sí mismos, precisan que otros en su entorno se la otorguen debido a sus logros o estatus. 

¿Qué nivel de dignidad estás experimentando? ¿De dónde procede tu dignidad, quién te la otorga?



Al ver Jesús que los invitados escogían para sí los puestos de honor en la mesa, les dijo a modo de ejemplo: Cuando alguien te invite a un banquete de bodas, no te sientes en el lugar de honor, no sea que entre los invitados haya otro más importante que tú y, cuando llegue el que os invitó a ambos, te diga: “Tienes que dejarle el sitio a este”, y entonces tengas que ir avergonzado a sentarte en el último lugar.  Al contrario, cuanto te inviten, siéntate en el último lugar; así, al llegar el que te invitó, te dirá: “Amigo, sube hasta este lugar de más categoría”. Entonces aumentará tu prestigio delante de los otros invitados.  Porque a todo el que se ensalce a sí mismo, Dios lo humillará; pero al que se humille a sí mismo, Dios lo ensalzará. (Lucas 14:7-11)

La idea central de esta parábola es la humildad. El Diccionario de la Real Academia la define del siguiente modo: "Virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento". Siempre he pensado que es imposible ser humilde sin tener una gran fortaleza interior. Hace falta tener una gran seguridad personal y autoestima para poder ser humilde, sabiendo que la dignidad y el valor propio no nos viene conferido por lo que otros piensen o dejen de pensar de nosotros, por como nos cataloguen o nos perciban. Nuestra dignidad procede del Señor y de sabernos valorados, apreciados, aceptados y acogidos por Él, no en base a ningún tipo de merecimiento, logro o cualquier otra cosa, sino a pesar de nuestra absoluta y total carencia de todo eso. Mi dignidad procede de Dios, de que así Él me considera y, nuevamente, esto al margen de cualquier cosa que yo pueda aportar para ser recipiente de su dignidad. 
Lo que me hace digno no es lo que he hecho y conseguido en la vida; es Dios quien me hace digno y, consecuentemente, todo logro humano no me añade la más mínima dignidad, más bien expresa la que Jesús ya me ha otorgado. Los logros humanos puedo verlos y trabajarlos como expresiones de mi amor hacia el Señor, como ofrendas que le doy y presento como muestra de mi amor y agradecimiento por el estatus de hijo que me ha concedido. Esos logros no son currículum que me permite ganar puntos ante Dios. Son el privilegio de poder utilizar los dones y talentos que me ha concedido para darle reconocimiento a Él y ser un agente de restauración y reconciliación en un mundo roto. Cuando pienso en mis logros personales, que no son pocos, los considero, como diría el apóstol Pablo escribiendo a los filipenses, como basura en comparación con el privilegio de tener una relación personal con el Dios que ha creado y sustenta el universo. No que no los considere buenos o importantes. No, no se trata de eso. Se trata de que no añaden nada a la dignidad que el Señor me ha dado por medio de Jesús.
La parábola también habla acerca de cómo yo me considero a mí mismo y cómo soy considerado por el entorno que me rodea. Es mejor, como enseña Jesús en el relato, ubicarse en el último lugar -sabiendo que eso no afecta para nada nuestra dignidad porque esta viene del Señor-, que colocarse en el lugar de preferencia y luego correr el riesgo que la percepción que otros tienen de nosotros mismos sea inferior a la que nosotros creíamos. Para muchas personas un suceso como el descrito por el Maestro en la parábola sería devastador. No son pocos aquellos que basan su dignidad en el concepto que otros tienen de ellos. No reconocen dignidad en sí mismos, precisan que otros en su entorno se la otorguen debido a sus logros o estatus. 

¿Qué nivel de dignidad estás experimentando? ¿De dónde procede tu dignidad, quién te la otorga?