Y es que nuestro objetivo no son las cosas que ahora vemos, sino las que no vemos todavía. Esto que ahora vemos, pasa: lo que aún no se ve, permanece para siempre. (2 Corintios 4:18)


Es fácil que en cualquier dimensión de la vida el árbol no nos permita ver el bosque. Estemos tan centrados en lo presente, en lo inmediato, que no tengamos la capacidad de tener perspectiva y ver más allá de las circunstancias actuales. Esto también se da en el ámbito espiritual de la vida. Los seguidores de Jesús vivimos, de forma simultánea en dos dimensiones: la temporal y la eterna. Hemos sido creados por Dios con un sentido de eternidad y desde el momento en que hemos tomado la decisión de seguir al Señor ese sentido ha tomado fuerza, consistencia y claridad. Nuestra ciudadanía está en los cielos, aspiramos y anhelamos el Reino de Dios en toda su plenitud, deseamos ser más y más similares a Jesús, queremos vivir como agentes de restauración y reconciliación.

Pero a la vez estamos aquí, en este mundo con toda su realidad, presiones, tensiones, demandas, incertezas, retos, miedos y ansiedades. Todo esto es muy auténtico y real y lo vemos, palpamos y sentimos día tras día. Estos son nuestros árboles que pugnan para que no podamos ver nuestro bosque. Son los que tratan de que nuestra atención se centralice en ellos -porque son reales y evidentes y están ahí- y de esa manera perdamos la perspectiva y, cuando esto sucede, cuando nos quedamos sin perspectiva, estamos muertos porque el árbol se nos come y desfallecemos. Por eso Pablo nos exhorta, no a ignorar el árbol, eso sería cerrar los ojos ante la realidad, sino a creer en el bosque que hay más allá aunque en ese momento carezcamos de la capacidad de verlo. Porque, precisamente, el árbol desaparecerá y el bosque permanece para siempre. Y ahí, precisamente, es donde entra en juego la fe, que nos permite vivir más allá de nuestras limitadas realidades.


¿Dónde está centrada tu atención, en el árbol o en el bosque?



Y es que nuestro objetivo no son las cosas que ahora vemos, sino las que no vemos todavía. Esto que ahora vemos, pasa: lo que aún no se ve, permanece para siempre. (2 Corintios 4:18)


Es fácil que en cualquier dimensión de la vida el árbol no nos permita ver el bosque. Estemos tan centrados en lo presente, en lo inmediato, que no tengamos la capacidad de tener perspectiva y ver más allá de las circunstancias actuales. Esto también se da en el ámbito espiritual de la vida. Los seguidores de Jesús vivimos, de forma simultánea en dos dimensiones: la temporal y la eterna. Hemos sido creados por Dios con un sentido de eternidad y desde el momento en que hemos tomado la decisión de seguir al Señor ese sentido ha tomado fuerza, consistencia y claridad. Nuestra ciudadanía está en los cielos, aspiramos y anhelamos el Reino de Dios en toda su plenitud, deseamos ser más y más similares a Jesús, queremos vivir como agentes de restauración y reconciliación.

Pero a la vez estamos aquí, en este mundo con toda su realidad, presiones, tensiones, demandas, incertezas, retos, miedos y ansiedades. Todo esto es muy auténtico y real y lo vemos, palpamos y sentimos día tras día. Estos son nuestros árboles que pugnan para que no podamos ver nuestro bosque. Son los que tratan de que nuestra atención se centralice en ellos -porque son reales y evidentes y están ahí- y de esa manera perdamos la perspectiva y, cuando esto sucede, cuando nos quedamos sin perspectiva, estamos muertos porque el árbol se nos come y desfallecemos. Por eso Pablo nos exhorta, no a ignorar el árbol, eso sería cerrar los ojos ante la realidad, sino a creer en el bosque que hay más allá aunque en ese momento carezcamos de la capacidad de verlo. Porque, precisamente, el árbol desaparecerá y el bosque permanece para siempre. Y ahí, precisamente, es donde entra en juego la fe, que nos permite vivir más allá de nuestras limitadas realidades.


¿Dónde está centrada tu atención, en el árbol o en el bosque?



Y es que nuestro objetivo no son las cosas que ahora vemos, sino las que no vemos todavía. Esto que ahora vemos, pasa: lo que aún no se ve, permanece para siempre. (2 Corintios 4:18)


Es fácil que en cualquier dimensión de la vida el árbol no nos permita ver el bosque. Estemos tan centrados en lo presente, en lo inmediato, que no tengamos la capacidad de tener perspectiva y ver más allá de las circunstancias actuales. Esto también se da en el ámbito espiritual de la vida. Los seguidores de Jesús vivimos, de forma simultánea en dos dimensiones: la temporal y la eterna. Hemos sido creados por Dios con un sentido de eternidad y desde el momento en que hemos tomado la decisión de seguir al Señor ese sentido ha tomado fuerza, consistencia y claridad. Nuestra ciudadanía está en los cielos, aspiramos y anhelamos el Reino de Dios en toda su plenitud, deseamos ser más y más similares a Jesús, queremos vivir como agentes de restauración y reconciliación.

Pero a la vez estamos aquí, en este mundo con toda su realidad, presiones, tensiones, demandas, incertezas, retos, miedos y ansiedades. Todo esto es muy auténtico y real y lo vemos, palpamos y sentimos día tras día. Estos son nuestros árboles que pugnan para que no podamos ver nuestro bosque. Son los que tratan de que nuestra atención se centralice en ellos -porque son reales y evidentes y están ahí- y de esa manera perdamos la perspectiva y, cuando esto sucede, cuando nos quedamos sin perspectiva, estamos muertos porque el árbol se nos come y desfallecemos. Por eso Pablo nos exhorta, no a ignorar el árbol, eso sería cerrar los ojos ante la realidad, sino a creer en el bosque que hay más allá aunque en ese momento carezcamos de la capacidad de verlo. Porque, precisamente, el árbol desaparecerá y el bosque permanece para siempre. Y ahí, precisamente, es donde entra en juego la fe, que nos permite vivir más allá de nuestras limitadas realidades.


¿Dónde está centrada tu atención, en el árbol o en el bosque?