Daniel acostumbraba a orar tres veces al día. (Daniel 6:11)


Muchas personas que me conocen saben que cada cierto tiempo paso unos días de retiro personal en el monasterio benedictino de Montserrat, ubicado en una montaña no excesivamente lejos de Barcelona, la ciudad donde resido. Me gusta porque es un lugar aislado de la ciudad donde puedo disfrutar del silencio y el entorno adecuado para encuentros especiales con Dios. 

Los monjes tienen siete periodos de oración reglados a lo largo del día. Se basa en lo que afirma el Salmo 119:164-166, donde el salmista indica: siete veces al día te alabaré. Así pues, no importa lo que estén haciendo en esos momentos, cuando suena la campana los monjes se dirigen a la capilla para llevar a cabo su tiempo de oración. De nuevo me gustaría que pudiéramos distinguir entre el fondo y la forma. 

El fondo que pretenden esos tiempos de oración es no olvidarnos del Señor y la centralidad que debe tener en nuestras vidas. Él es más importante que cualquier trabajo y cualquier relación y, por tanto, esos tiempos en que los monjes paran la actividad les ayudan a recordar quién y qué debe ser prioritario en sus vidas. Los tiempos de oración les permiten, si es preciso y lo desean, alinearse de nuevo con Dios y su voluntad. La forma, detenerse siete veces cada día, algo que es más fácil cuando vives una vida conventual, guiada por una regla y separado de la sociedad.

Ahora bien ¿Cómo podemos los seguidores de Jesús adoptar el fondo sin estar atados por la forma? Es evidente que para cualquiera de nosotros viviendo en la vorágine de la vida contemporánea es imposible llevar el mismo ritmo que se lleva en un monasterio. Sin duda, no hay comparación. Sin embargo, el reto es adoptar el principio de pararnos y alinearnos con el Señor a lo largo del día sin importar cuán ocupados podamos estar. Ya he hablado de la importancia de comenzar el día con Dios. Me gustará hacerlo también acerca de terminarlo con Él. Pero creo que es preciso, a lo largo del día, hacer una pausa, por pequeña que sea e intencionalmente presentarnos ante el Señor y hablar con Él acerca de cómo estamos viviendo el día presente, qué hemos hecho bien, qué deberíamos mejorar, qué deberíamos hacer diferente en lo que resta de día. 

Mi reto personal es hacerlo a las 16,00 horas. Mi reloj suena o vibra -en función del entorno en el que estoy-; si estoy a solas habló con el Señor evaluando cómo el día va y pidiendo, tal y como nos enseñó, que su reino venga. Si estoy acompañado de gente, simplemente elevo un pensamiento al Señor y me centro por unos momentos en Él.  Lo importante es que la pausa, como el GPS del automóvil, me ayuda a recalcular mi posición con respecto a Dios y mi prójimo.


¿Cómo puedes introducir estas pausas en tu vida cotidiana?



Daniel acostumbraba a orar tres veces al día. (Daniel 6:11)


Muchas personas que me conocen saben que cada cierto tiempo paso unos días de retiro personal en el monasterio benedictino de Montserrat, ubicado en una montaña no excesivamente lejos de Barcelona, la ciudad donde resido. Me gusta porque es un lugar aislado de la ciudad donde puedo disfrutar del silencio y el entorno adecuado para encuentros especiales con Dios. 

Los monjes tienen siete periodos de oración reglados a lo largo del día. Se basa en lo que afirma el Salmo 119:164-166, donde el salmista indica: siete veces al día te alabaré. Así pues, no importa lo que estén haciendo en esos momentos, cuando suena la campana los monjes se dirigen a la capilla para llevar a cabo su tiempo de oración. De nuevo me gustaría que pudiéramos distinguir entre el fondo y la forma. 

El fondo que pretenden esos tiempos de oración es no olvidarnos del Señor y la centralidad que debe tener en nuestras vidas. Él es más importante que cualquier trabajo y cualquier relación y, por tanto, esos tiempos en que los monjes paran la actividad les ayudan a recordar quién y qué debe ser prioritario en sus vidas. Los tiempos de oración les permiten, si es preciso y lo desean, alinearse de nuevo con Dios y su voluntad. La forma, detenerse siete veces cada día, algo que es más fácil cuando vives una vida conventual, guiada por una regla y separado de la sociedad.

Ahora bien ¿Cómo podemos los seguidores de Jesús adoptar el fondo sin estar atados por la forma? Es evidente que para cualquiera de nosotros viviendo en la vorágine de la vida contemporánea es imposible llevar el mismo ritmo que se lleva en un monasterio. Sin duda, no hay comparación. Sin embargo, el reto es adoptar el principio de pararnos y alinearnos con el Señor a lo largo del día sin importar cuán ocupados podamos estar. Ya he hablado de la importancia de comenzar el día con Dios. Me gustará hacerlo también acerca de terminarlo con Él. Pero creo que es preciso, a lo largo del día, hacer una pausa, por pequeña que sea e intencionalmente presentarnos ante el Señor y hablar con Él acerca de cómo estamos viviendo el día presente, qué hemos hecho bien, qué deberíamos mejorar, qué deberíamos hacer diferente en lo que resta de día. 

Mi reto personal es hacerlo a las 16,00 horas. Mi reloj suena o vibra -en función del entorno en el que estoy-; si estoy a solas habló con el Señor evaluando cómo el día va y pidiendo, tal y como nos enseñó, que su reino venga. Si estoy acompañado de gente, simplemente elevo un pensamiento al Señor y me centro por unos momentos en Él.  Lo importante es que la pausa, como el GPS del automóvil, me ayuda a recalcular mi posición con respecto a Dios y mi prójimo.


¿Cómo puedes introducir estas pausas en tu vida cotidiana?