Estaba allí, en la sinagoga, un hombre poseído por un demonio impuro que gritaba a grandes voces: — ¡Jesús de Nazaret, déjanos en paz! ¿Has venido a destruirnos? ¡Te conozco bien: tú eres el Santo de Dios! Jesús lo increpó, diciéndole: — ¡Cállate y sal de él! Y el demonio, tirándolo al suelo delante de todos, salió de él sin hacerle ningún daño. (Lucas 4: 34-35)

Jesús restauró físicamente pero también lo hizo espiritualmente. El Maestro confrontó la ruptura en nuestra relación con Dios que el pecado había provocado. Todo aquel que comete pecado, afirmó el propio Jesús, es un esclavo del pecado. La posesión demoniaca -algo que creo firmemente que existe- es probablemente la manifestación más extrema de cómo el pecado nos ha fracturado espiritualmente, sin embargo no es la única. Satanás es denominado en la Escritura -por el propio Jesús- como mentiroso desde el principio y padre de todas las mentiras. Sigue influenciando las mentes de las personas -incluyendo las de muchos seguidores de Jesús- haciéndoles creer que es mucho mejor vivir al margen de Dios quien, entre otras cosas, quiere coartar nuestra libertad, privarnos del placer y de aquellas cosas en las que hemos puesto nuestro corazón pensando que nos satisfará y dará plenitud. El pecado genera culpa y ésta nos hace huir de Dios. El evangelio de Juan lo indica al afirmar que cuando Jesús vino al mundo nosotros amamos más las tinieblas que la luz debido al carácter de nuestras obras. Todo aquel que hace lo malo -sentencia Juan- huye de la luz. El pecado primero seduce y luego esclaviza.
Jesús vino para restaurar espiritualmente al ser humano. Vino para permitirle recuperar y restablecer su relación con el Padre. Vino la darnos la libertad del pecado que nos puede llegar a esclavizar en nuestra vida cotidiana y lanzarnos a una vorágine de la que puede resultar imposible salir. No es de extrañar que el Maestro sea descrito en la Escritura como el redentor, aquel que va al mercado de esclavos y compra a alto precio a uno de ellos para, a continuación, darle la libertad, redimirlo.

Todo aquel que hace pecado -indica Jesús- acaba esclavizado al mismo. ¿Hasta qué punto es eso una realidad en tu propia vida? ¿Qué o quién te tiene esclavizado? ¿Cómo Jesús puede restaurar esta dimensión de tu vida?


Estaba allí, en la sinagoga, un hombre poseído por un demonio impuro que gritaba a grandes voces: — ¡Jesús de Nazaret, déjanos en paz! ¿Has venido a destruirnos? ¡Te conozco bien: tú eres el Santo de Dios! Jesús lo increpó, diciéndole: — ¡Cállate y sal de él! Y el demonio, tirándolo al suelo delante de todos, salió de él sin hacerle ningún daño. (Lucas 4: 34-35)

Jesús restauró físicamente pero también lo hizo espiritualmente. El Maestro confrontó la ruptura en nuestra relación con Dios que el pecado había provocado. Todo aquel que comete pecado, afirmó el propio Jesús, es un esclavo del pecado. La posesión demoniaca -algo que creo firmemente que existe- es probablemente la manifestación más extrema de cómo el pecado nos ha fracturado espiritualmente, sin embargo no es la única. Satanás es denominado en la Escritura -por el propio Jesús- como mentiroso desde el principio y padre de todas las mentiras. Sigue influenciando las mentes de las personas -incluyendo las de muchos seguidores de Jesús- haciéndoles creer que es mucho mejor vivir al margen de Dios quien, entre otras cosas, quiere coartar nuestra libertad, privarnos del placer y de aquellas cosas en las que hemos puesto nuestro corazón pensando que nos satisfará y dará plenitud. El pecado genera culpa y ésta nos hace huir de Dios. El evangelio de Juan lo indica al afirmar que cuando Jesús vino al mundo nosotros amamos más las tinieblas que la luz debido al carácter de nuestras obras. Todo aquel que hace lo malo -sentencia Juan- huye de la luz. El pecado primero seduce y luego esclaviza.
Jesús vino para restaurar espiritualmente al ser humano. Vino para permitirle recuperar y restablecer su relación con el Padre. Vino la darnos la libertad del pecado que nos puede llegar a esclavizar en nuestra vida cotidiana y lanzarnos a una vorágine de la que puede resultar imposible salir. No es de extrañar que el Maestro sea descrito en la Escritura como el redentor, aquel que va al mercado de esclavos y compra a alto precio a uno de ellos para, a continuación, darle la libertad, redimirlo.

Todo aquel que hace pecado -indica Jesús- acaba esclavizado al mismo. ¿Hasta qué punto es eso una realidad en tu propia vida? ¿Qué o quién te tiene esclavizado? ¿Cómo Jesús puede restaurar esta dimensión de tu vida?


Estaba allí, en la sinagoga, un hombre poseído por un demonio impuro que gritaba a grandes voces: — ¡Jesús de Nazaret, déjanos en paz! ¿Has venido a destruirnos? ¡Te conozco bien: tú eres el Santo de Dios! Jesús lo increpó, diciéndole: — ¡Cállate y sal de él! Y el demonio, tirándolo al suelo delante de todos, salió de él sin hacerle ningún daño. (Lucas 4: 34-35)

Jesús restauró físicamente pero también lo hizo espiritualmente. El Maestro confrontó la ruptura en nuestra relación con Dios que el pecado había provocado. Todo aquel que comete pecado, afirmó el propio Jesús, es un esclavo del pecado. La posesión demoniaca -algo que creo firmemente que existe- es probablemente la manifestación más extrema de cómo el pecado nos ha fracturado espiritualmente, sin embargo no es la única. Satanás es denominado en la Escritura -por el propio Jesús- como mentiroso desde el principio y padre de todas las mentiras. Sigue influenciando las mentes de las personas -incluyendo las de muchos seguidores de Jesús- haciéndoles creer que es mucho mejor vivir al margen de Dios quien, entre otras cosas, quiere coartar nuestra libertad, privarnos del placer y de aquellas cosas en las que hemos puesto nuestro corazón pensando que nos satisfará y dará plenitud. El pecado genera culpa y ésta nos hace huir de Dios. El evangelio de Juan lo indica al afirmar que cuando Jesús vino al mundo nosotros amamos más las tinieblas que la luz debido al carácter de nuestras obras. Todo aquel que hace lo malo -sentencia Juan- huye de la luz. El pecado primero seduce y luego esclaviza.
Jesús vino para restaurar espiritualmente al ser humano. Vino para permitirle recuperar y restablecer su relación con el Padre. Vino la darnos la libertad del pecado que nos puede llegar a esclavizar en nuestra vida cotidiana y lanzarnos a una vorágine de la que puede resultar imposible salir. No es de extrañar que el Maestro sea descrito en la Escritura como el redentor, aquel que va al mercado de esclavos y compra a alto precio a uno de ellos para, a continuación, darle la libertad, redimirlo.

Todo aquel que hace pecado -indica Jesús- acaba esclavizado al mismo. ¿Hasta qué punto es eso una realidad en tu propia vida? ¿Qué o quién te tiene esclavizado? ¿Cómo Jesús puede restaurar esta dimensión de tu vida?