Sígueme. Leví se levantó y, dejándolo todo, lo siguió.  Más tarde, Leví hizo en su casa una gran fiesta en honor de Jesús, y juntamente con ellos se sentaron a la mesa una multitud de recaudadores de impuestos y de otras personas. Los fariseos y sus maestros de la ley se pusieron a murmurar y preguntaron a los discípulos de Jesús: ¿Cómo es que vosotros os juntáis a comer y beber con recaudadores de impuestos y gente de mala reputación? Jesús les contestó: — No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos. Yo no he venido a llamar a los buenos, sino a los pecadores, para que se conviertan. (Lucas 5: 28-32)

Hay un refrán castellano que dice: "Dime con quién andas y te diré quién eres". Este dicho popular viene a afirmar que nuestras relaciones dicen mucho acerca de nosotros mismos y del tipo de personas que somos. De hecho, muy a menudo, otros nos definen, no por nosotros mismos, sino precisamente por el entorno de relaciones que tenemos. Pero nosotros no estamos a salvo de ese prejuicio y acostumbramos a hacer lo mismo con otros. Jesús padeció este mismo juicio y, precisamente, de parte de los religiosos y espirituales de su época, de aquellos que estaban siempre atentos para vigilar las sanas costumbres y la sana doctrina. El Maestro acostumbró a tener amistades peligrosas cuando no escandalosas. No tenía remilgos de ningún tipo en dejarse ver en público con los parias de su tiempo y sociedad. Se asoció con ellos y les transmitió amor y aceptación incondicional. Cierto que Él no justificó ni sancionó sus estilos de vida, sin embargo, supo -algo que nos cuesta horrores a nosotros- distinguir la persona de la conducta. No es de extrañar que los pecadores y los marginados de su época se sintieran magnéticamente atraídos hacia su persona. Jesús nunca tuvo palabras de juicio y condena contra ellos, vino a salvar, afirmó, no a condenar. Pero si tuvo palabras durísimas hacia la gente religiosa de su época que autosatisfechas en su legalismo y espiritualidad se consideraban excesivamente buenos para relacionarse con esa escoria moral. 
¿En que lado estamos ubicados nosotros en el de Jesús o, por el contrario en el de los fariseos y otros legalistas del mismo tipo? Acostumbramos a ver en el Maestro aquello que deseamos ver, todo lo que confirma nuestros prejuicios y teorías preconcebidas, lo que ratifica nuestra visión religiosa de la vida. Ignoramos olímpicamente todo aquello de Jesús que no encaja con nuestra visión azucarada de la vida, lo que nos escandaliza, lo que nos parece que atenta contra las buenas costumbres de un buen cristiano evangélico. Lo negamos o, simplemente, lo pasamos por alto. Pero eso no lo hace desaparecer. Jesús nos confronta con nuestra realidad y nos invita a unirnos a Él para buscar y salvar lo que está perdido. Nos reta a tener hacia el pecador las mismas actitudes de amor y aceptación que tuvo. Nos llama a no tener miedo de las amistades peligrosas, a no intimidarnos porque nuestra reputación pueda ser puesta en tela de juicio por los contemporáneos de aquellos mismos que les cuestionaron a Él.

¿Podría decirse de ti que tienes el honroso título que Jesús portó de ser amigo de pecadores y gente de mala reputación?





Sígueme. Leví se levantó y, dejándolo todo, lo siguió.  Más tarde, Leví hizo en su casa una gran fiesta en honor de Jesús, y juntamente con ellos se sentaron a la mesa una multitud de recaudadores de impuestos y de otras personas. Los fariseos y sus maestros de la ley se pusieron a murmurar y preguntaron a los discípulos de Jesús: ¿Cómo es que vosotros os juntáis a comer y beber con recaudadores de impuestos y gente de mala reputación? Jesús les contestó: — No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos. Yo no he venido a llamar a los buenos, sino a los pecadores, para que se conviertan. (Lucas 5: 28-32)

Hay un refrán castellano que dice: "Dime con quién andas y te diré quién eres". Este dicho popular viene a afirmar que nuestras relaciones dicen mucho acerca de nosotros mismos y del tipo de personas que somos. De hecho, muy a menudo, otros nos definen, no por nosotros mismos, sino precisamente por el entorno de relaciones que tenemos. Pero nosotros no estamos a salvo de ese prejuicio y acostumbramos a hacer lo mismo con otros. Jesús padeció este mismo juicio y, precisamente, de parte de los religiosos y espirituales de su época, de aquellos que estaban siempre atentos para vigilar las sanas costumbres y la sana doctrina. El Maestro acostumbró a tener amistades peligrosas cuando no escandalosas. No tenía remilgos de ningún tipo en dejarse ver en público con los parias de su tiempo y sociedad. Se asoció con ellos y les transmitió amor y aceptación incondicional. Cierto que Él no justificó ni sancionó sus estilos de vida, sin embargo, supo -algo que nos cuesta horrores a nosotros- distinguir la persona de la conducta. No es de extrañar que los pecadores y los marginados de su época se sintieran magnéticamente atraídos hacia su persona. Jesús nunca tuvo palabras de juicio y condena contra ellos, vino a salvar, afirmó, no a condenar. Pero si tuvo palabras durísimas hacia la gente religiosa de su época que autosatisfechas en su legalismo y espiritualidad se consideraban excesivamente buenos para relacionarse con esa escoria moral. 
¿En que lado estamos ubicados nosotros en el de Jesús o, por el contrario en el de los fariseos y otros legalistas del mismo tipo? Acostumbramos a ver en el Maestro aquello que deseamos ver, todo lo que confirma nuestros prejuicios y teorías preconcebidas, lo que ratifica nuestra visión religiosa de la vida. Ignoramos olímpicamente todo aquello de Jesús que no encaja con nuestra visión azucarada de la vida, lo que nos escandaliza, lo que nos parece que atenta contra las buenas costumbres de un buen cristiano evangélico. Lo negamos o, simplemente, lo pasamos por alto. Pero eso no lo hace desaparecer. Jesús nos confronta con nuestra realidad y nos invita a unirnos a Él para buscar y salvar lo que está perdido. Nos reta a tener hacia el pecador las mismas actitudes de amor y aceptación que tuvo. Nos llama a no tener miedo de las amistades peligrosas, a no intimidarnos porque nuestra reputación pueda ser puesta en tela de juicio por los contemporáneos de aquellos mismos que les cuestionaron a Él.

¿Podría decirse de ti que tienes el honroso título que Jesús portó de ser amigo de pecadores y gente de mala reputación?





Sígueme. Leví se levantó y, dejándolo todo, lo siguió.  Más tarde, Leví hizo en su casa una gran fiesta en honor de Jesús, y juntamente con ellos se sentaron a la mesa una multitud de recaudadores de impuestos y de otras personas. Los fariseos y sus maestros de la ley se pusieron a murmurar y preguntaron a los discípulos de Jesús: ¿Cómo es que vosotros os juntáis a comer y beber con recaudadores de impuestos y gente de mala reputación? Jesús les contestó: — No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos. Yo no he venido a llamar a los buenos, sino a los pecadores, para que se conviertan. (Lucas 5: 28-32)

Hay un refrán castellano que dice: "Dime con quién andas y te diré quién eres". Este dicho popular viene a afirmar que nuestras relaciones dicen mucho acerca de nosotros mismos y del tipo de personas que somos. De hecho, muy a menudo, otros nos definen, no por nosotros mismos, sino precisamente por el entorno de relaciones que tenemos. Pero nosotros no estamos a salvo de ese prejuicio y acostumbramos a hacer lo mismo con otros. Jesús padeció este mismo juicio y, precisamente, de parte de los religiosos y espirituales de su época, de aquellos que estaban siempre atentos para vigilar las sanas costumbres y la sana doctrina. El Maestro acostumbró a tener amistades peligrosas cuando no escandalosas. No tenía remilgos de ningún tipo en dejarse ver en público con los parias de su tiempo y sociedad. Se asoció con ellos y les transmitió amor y aceptación incondicional. Cierto que Él no justificó ni sancionó sus estilos de vida, sin embargo, supo -algo que nos cuesta horrores a nosotros- distinguir la persona de la conducta. No es de extrañar que los pecadores y los marginados de su época se sintieran magnéticamente atraídos hacia su persona. Jesús nunca tuvo palabras de juicio y condena contra ellos, vino a salvar, afirmó, no a condenar. Pero si tuvo palabras durísimas hacia la gente religiosa de su época que autosatisfechas en su legalismo y espiritualidad se consideraban excesivamente buenos para relacionarse con esa escoria moral. 
¿En que lado estamos ubicados nosotros en el de Jesús o, por el contrario en el de los fariseos y otros legalistas del mismo tipo? Acostumbramos a ver en el Maestro aquello que deseamos ver, todo lo que confirma nuestros prejuicios y teorías preconcebidas, lo que ratifica nuestra visión religiosa de la vida. Ignoramos olímpicamente todo aquello de Jesús que no encaja con nuestra visión azucarada de la vida, lo que nos escandaliza, lo que nos parece que atenta contra las buenas costumbres de un buen cristiano evangélico. Lo negamos o, simplemente, lo pasamos por alto. Pero eso no lo hace desaparecer. Jesús nos confronta con nuestra realidad y nos invita a unirnos a Él para buscar y salvar lo que está perdido. Nos reta a tener hacia el pecador las mismas actitudes de amor y aceptación que tuvo. Nos llama a no tener miedo de las amistades peligrosas, a no intimidarnos porque nuestra reputación pueda ser puesta en tela de juicio por los contemporáneos de aquellos mismos que les cuestionaron a Él.

¿Podría decirse de ti que tienes el honroso título que Jesús portó de ser amigo de pecadores y gente de mala reputación?