¡Cristo es testigo de que digo la verdad! Mi conciencia, bajo la guía del Espíritu Santo, me asegura que no miento. Me agobia la tristeza y un profundo dolor me tortura sin cesar el corazón. Con gusto aceptaría convertirme en objeto de maldición, separado incluso de Cristo, si eso contribuye al bien de mis hermanos de raza. (Romanos 9:1-3)


Los capítulos 9 al 11 de la epístola son un paréntesis que Pablo dedica, de forma exclusiva, a tratar el tema de Israel dentro del plan de Dios. Es algo necesario. Después de haber desarrollado magistralmente su doctrina de la justificación por medio de la fe y ante el hecho histórico del rechazo por parte del pueblo judío del Mesías, unido al rápido crecimiento de la fe entre los gentiles, es normal que se planteara la pregunta ¿Y qué pasa con Israel? ¿Han perdido su lugar especial dentro de la economía de Dios? ¿Cuál es su futuro? Por eso, el apóstol, antes de pasar a las implicaciones para la vida cotidiana de la justificación, explicará la situación del pueblo judío en estos tres capítulos.

En este primer pasaje Pablo expresa su dolor por la dureza de corazón de sus hermanos de raza. Toda la experiencia histórica, el testimonio de los profetas, el conocimiento de la Palabra de Dios no les ayudó en absoluto a reconocer y posteriormente seguir a Jesús como el Mesías prometido. Con el paso del tiempo ellos se habían generado su propia concepción de cómo debía de ser el salvador prometido y cuando éste llegó, al no coincidir con sus patrones mentales, simple y llanamente lo rechazaron.

Es fácil, desde la distancia, condenar al pueblo de Israel por su ceguera histórica y teológica y carecer totalmente de sentido crítico hacia nosotros mismos. La pertenencia a una determinada denominación y el paso de los años puede ir fijando en nosotros una concepción fosilizada de cómo es Dios y cómo debe actuar. Consecuentemente, cuándo Él decide actuar acorde con su soberanía nos cuesta entenderlo y aún más aceptarlo. Lo que sucedió con Israel es un aviso para caminantes ¡Nosotros! de no pensar que nuestra forma de entender al Señor y el Señor son la misma cosa.


¿Cómo aplicaría aquí el principio de ver la paja en el ojo ajena y no la viga en el propio?



¡Cristo es testigo de que digo la verdad! Mi conciencia, bajo la guía del Espíritu Santo, me asegura que no miento. Me agobia la tristeza y un profundo dolor me tortura sin cesar el corazón. Con gusto aceptaría convertirme en objeto de maldición, separado incluso de Cristo, si eso contribuye al bien de mis hermanos de raza. (Romanos 9:1-3)


Los capítulos 9 al 11 de la epístola son un paréntesis que Pablo dedica, de forma exclusiva, a tratar el tema de Israel dentro del plan de Dios. Es algo necesario. Después de haber desarrollado magistralmente su doctrina de la justificación por medio de la fe y ante el hecho histórico del rechazo por parte del pueblo judío del Mesías, unido al rápido crecimiento de la fe entre los gentiles, es normal que se planteara la pregunta ¿Y qué pasa con Israel? ¿Han perdido su lugar especial dentro de la economía de Dios? ¿Cuál es su futuro? Por eso, el apóstol, antes de pasar a las implicaciones para la vida cotidiana de la justificación, explicará la situación del pueblo judío en estos tres capítulos.

En este primer pasaje Pablo expresa su dolor por la dureza de corazón de sus hermanos de raza. Toda la experiencia histórica, el testimonio de los profetas, el conocimiento de la Palabra de Dios no les ayudó en absoluto a reconocer y posteriormente seguir a Jesús como el Mesías prometido. Con el paso del tiempo ellos se habían generado su propia concepción de cómo debía de ser el salvador prometido y cuando éste llegó, al no coincidir con sus patrones mentales, simple y llanamente lo rechazaron.

Es fácil, desde la distancia, condenar al pueblo de Israel por su ceguera histórica y teológica y carecer totalmente de sentido crítico hacia nosotros mismos. La pertenencia a una determinada denominación y el paso de los años puede ir fijando en nosotros una concepción fosilizada de cómo es Dios y cómo debe actuar. Consecuentemente, cuándo Él decide actuar acorde con su soberanía nos cuesta entenderlo y aún más aceptarlo. Lo que sucedió con Israel es un aviso para caminantes ¡Nosotros! de no pensar que nuestra forma de entender al Señor y el Señor son la misma cosa.


¿Cómo aplicaría aquí el principio de ver la paja en el ojo ajena y no la viga en el propio?



¡Cristo es testigo de que digo la verdad! Mi conciencia, bajo la guía del Espíritu Santo, me asegura que no miento. Me agobia la tristeza y un profundo dolor me tortura sin cesar el corazón. Con gusto aceptaría convertirme en objeto de maldición, separado incluso de Cristo, si eso contribuye al bien de mis hermanos de raza. (Romanos 9:1-3)


Los capítulos 9 al 11 de la epístola son un paréntesis que Pablo dedica, de forma exclusiva, a tratar el tema de Israel dentro del plan de Dios. Es algo necesario. Después de haber desarrollado magistralmente su doctrina de la justificación por medio de la fe y ante el hecho histórico del rechazo por parte del pueblo judío del Mesías, unido al rápido crecimiento de la fe entre los gentiles, es normal que se planteara la pregunta ¿Y qué pasa con Israel? ¿Han perdido su lugar especial dentro de la economía de Dios? ¿Cuál es su futuro? Por eso, el apóstol, antes de pasar a las implicaciones para la vida cotidiana de la justificación, explicará la situación del pueblo judío en estos tres capítulos.

En este primer pasaje Pablo expresa su dolor por la dureza de corazón de sus hermanos de raza. Toda la experiencia histórica, el testimonio de los profetas, el conocimiento de la Palabra de Dios no les ayudó en absoluto a reconocer y posteriormente seguir a Jesús como el Mesías prometido. Con el paso del tiempo ellos se habían generado su propia concepción de cómo debía de ser el salvador prometido y cuando éste llegó, al no coincidir con sus patrones mentales, simple y llanamente lo rechazaron.

Es fácil, desde la distancia, condenar al pueblo de Israel por su ceguera histórica y teológica y carecer totalmente de sentido crítico hacia nosotros mismos. La pertenencia a una determinada denominación y el paso de los años puede ir fijando en nosotros una concepción fosilizada de cómo es Dios y cómo debe actuar. Consecuentemente, cuándo Él decide actuar acorde con su soberanía nos cuesta entenderlo y aún más aceptarlo. Lo que sucedió con Israel es un aviso para caminantes ¡Nosotros! de no pensar que nuestra forma de entender al Señor y el Señor son la misma cosa.


¿Cómo aplicaría aquí el principio de ver la paja en el ojo ajena y no la viga en el propio?