Tú hiciste todas las delicadas partes internas de mi cuerpo y las uniste en el vientre de mi madre. Gracias por haberme hecho tan admirable! Es admirable pensar en ello. Maravillosa es la obra de tus manos, y eso lo sé muy bien. Tú me observaste cuando en lo más recóndito era yo formado. Tus ojos vieron mi cuerpo en gestación: todo estaba ya escrito en tu libro; todos mis días se estaban diseñando, aunque no existía uno solo de ellos. (Salmo139:13-16)

Dios nos ha hecho a cada uno de nosotros únicos y singulares. Somos un diseño original, no existe otra persona como nosotros porque así lo ha decidido Dios. Esta singularidad tiene, en mi modesta opinión, dos implicaciones. La primera, el pecado nos ha afectado también de forma única y singular y, del mismo modo, ha distorsionado la imagen de Dios en cada uno de nosotros. Nuestra historia familiar, nuestro trasfondo, las experiencias que hemos vivido, las decisiones que hemos tomado y otros factores nos han llevado hasta donde estamos, y han afectado de manera singular cómo la imagen del Padre se ha ido difuminando en nosotros. 

La segunda, puesto que Dios te ha creado único, tal y como indica el salmo, te sigue queriendo único y desea que tú expreses la imagen de su Hijo de una forma que se ajuste a esa singularidad con la que te ha diseñado. El Padre no desea que sea como ningún otro ser humano. No desea que te parezcas a ninguno de los grandes líderes cristianos que haya a tu alrededor o a los que puedas admirar. Tampoco desea que seas similar a ninguno de los grandes santos de la historia cristiana. El Padre, déjame ponerme como ejemplo, desea que yo sea únicamente Félix Ortiz y que conforme Jesús va trabajando en mi vida y va restaurando su imagen en mí, un nuevo Félix, singular, original se vaya formando. Un Félix que será aquel que Dios tenía en mente desde antes del principio del mundo y que el pecado hizo inviable. Un Félix que llevará el ADN de Jesús, que será parte de la familia pero sin perder en ningún momento ese carácter único que el Padre imprimió cuando lo creo.


Tú hiciste todas las delicadas partes internas de mi cuerpo y las uniste en el vientre de mi madre. Gracias por haberme hecho tan admirable! Es admirable pensar en ello. Maravillosa es la obra de tus manos, y eso lo sé muy bien. Tú me observaste cuando en lo más recóndito era yo formado. Tus ojos vieron mi cuerpo en gestación: todo estaba ya escrito en tu libro; todos mis días se estaban diseñando, aunque no existía uno solo de ellos. (Salmo139:13-16)

Dios nos ha hecho a cada uno de nosotros únicos y singulares. Somos un diseño original, no existe otra persona como nosotros porque así lo ha decidido Dios. Esta singularidad tiene, en mi modesta opinión, dos implicaciones. La primera, el pecado nos ha afectado también de forma única y singular y, del mismo modo, ha distorsionado la imagen de Dios en cada uno de nosotros. Nuestra historia familiar, nuestro trasfondo, las experiencias que hemos vivido, las decisiones que hemos tomado y otros factores nos han llevado hasta donde estamos, y han afectado de manera singular cómo la imagen del Padre se ha ido difuminando en nosotros. 

La segunda, puesto que Dios te ha creado único, tal y como indica el salmo, te sigue queriendo único y desea que tú expreses la imagen de su Hijo de una forma que se ajuste a esa singularidad con la que te ha diseñado. El Padre no desea que sea como ningún otro ser humano. No desea que te parezcas a ninguno de los grandes líderes cristianos que haya a tu alrededor o a los que puedas admirar. Tampoco desea que seas similar a ninguno de los grandes santos de la historia cristiana. El Padre, déjame ponerme como ejemplo, desea que yo sea únicamente Félix Ortiz y que conforme Jesús va trabajando en mi vida y va restaurando su imagen en mí, un nuevo Félix, singular, original se vaya formando. Un Félix que será aquel que Dios tenía en mente desde antes del principio del mundo y que el pecado hizo inviable. Un Félix que llevará el ADN de Jesús, que será parte de la familia pero sin perder en ningún momento ese carácter único que el Padre imprimió cuando lo creo.


Tú hiciste todas las delicadas partes internas de mi cuerpo y las uniste en el vientre de mi madre. Gracias por haberme hecho tan admirable! Es admirable pensar en ello. Maravillosa es la obra de tus manos, y eso lo sé muy bien. Tú me observaste cuando en lo más recóndito era yo formado. Tus ojos vieron mi cuerpo en gestación: todo estaba ya escrito en tu libro; todos mis días se estaban diseñando, aunque no existía uno solo de ellos. (Salmo139:13-16)

Dios nos ha hecho a cada uno de nosotros únicos y singulares. Somos un diseño original, no existe otra persona como nosotros porque así lo ha decidido Dios. Esta singularidad tiene, en mi modesta opinión, dos implicaciones. La primera, el pecado nos ha afectado también de forma única y singular y, del mismo modo, ha distorsionado la imagen de Dios en cada uno de nosotros. Nuestra historia familiar, nuestro trasfondo, las experiencias que hemos vivido, las decisiones que hemos tomado y otros factores nos han llevado hasta donde estamos, y han afectado de manera singular cómo la imagen del Padre se ha ido difuminando en nosotros. 

La segunda, puesto que Dios te ha creado único, tal y como indica el salmo, te sigue queriendo único y desea que tú expreses la imagen de su Hijo de una forma que se ajuste a esa singularidad con la que te ha diseñado. El Padre no desea que sea como ningún otro ser humano. No desea que te parezcas a ninguno de los grandes líderes cristianos que haya a tu alrededor o a los que puedas admirar. Tampoco desea que seas similar a ninguno de los grandes santos de la historia cristiana. El Padre, déjame ponerme como ejemplo, desea que yo sea únicamente Félix Ortiz y que conforme Jesús va trabajando en mi vida y va restaurando su imagen en mí, un nuevo Félix, singular, original se vaya formando. Un Félix que será aquel que Dios tenía en mente desde antes del principio del mundo y que el pecado hizo inviable. Un Félix que llevará el ADN de Jesús, que será parte de la familia pero sin perder en ningún momento ese carácter único que el Padre imprimió cuando lo creo.